El grito adolescente

Daniel Omar Antar, APA

Si la adolescencia ha sido reconocida en un amplio consenso y desde hace tiempo como el período del desarrollo durante el cual el mamífero humano se adentra en un estrepitoso mar de cambios psicobiológicos que rinden honor a su nombre, el mismo nos sigue interpelando, indicándonos, a veces incluso con furia, que no se trata de algo que la sociedad pueda mirar desde fuera, como si dicho proceso le fuera ajeno.

Es bien cierto que no hay etapa evolutiva que no implique un reto al medio ambiente; todas reclaman un nivel de interacción -entre medio ambiente y sujeto- eficaz para ser saludablemente transitadas. Eso es lo que descubrió el psicoanálisis, y los desarrollos postfreudianos se encargaron de profundizarlo toda vez que implicó, cada vez con más participación, al objeto significativo; aquel que en diálogo con lo pulsional, va tejiendo los lineamientos de la identidad y determinando su relación con el mundo.

Pero es posible que nos hayamos quedado cortos en relación a la adolescencia. Quizás no nos hemos percatado del todo de que lo que transita en la adolescencia no es tan sólo un joven que debe elaborar los grandes duelos que sabiamente Arminda Aberastury supo apuntar (duelo por los padres, el cuerpo y la identidad de la infancia) señalando que esos “dolores” son lo que se va elaborando en el camino hacia la adultez fecunda.

Hay mucho más. En otro lugar he indicado que dicho período constituye un segundo nacimiento metafórico o, si se quiere un “re-nacimiento”. Y como tal, convoca a una tarea de parto en la que está involucrada como “partera” la sociedad toda; dado que en esta etapa lo que se juega gira en torno a la articulación del joven a la cultura en un intercambio cada vez más activo y responsable con ella.

En el lenguaje de Freud, en dicho período se juega la subordinación pulsional a la “primacía genital” y a la “capacidad procreativa”. Traducido hoy, diría que esa subordinación no se dirige necesariamente a una cuestión de elección sexual ni a la primacía de un órgano, sino más específicamente al descubrimiento y aceptación del “otro” como objeto total. O sea, el descubrimiento cabal de la alteridad.

Entiendo que Freud quería referirse en lo medular de este proceso a la integración psíquica que “culmina” con la capacidad de amar; un salto cualitativo del narcisismo infantil hacia un orden donde el placer transita junto al respeto por el otro y por sus derechos. Ello mismo me llevó a aludir a este proceso con el concepto de fecundación metafórica, dado que lo que se opera va más allá del fruto biológico y está mucho más acá de lo que se recoge en el encuentro intersubjetivo amoroso con el otro. Dicho concepto pretende zanjar bizantinas discusiones acerca de lo que se considera en psicoanálisis como “madurez psíquica”; esta, durante mucho tiempo estuvo articulada a una concepción “genitalista” que circunscribía el logro de la adultez plena al logro de la unión sexual con el otro sexo (el contrario) y a la sumisión del polimorfismo pulsional infantil a la primacía genital expresada en el coito. La noción entonces de una “fecundación metafórica” subraya lo esencial de lo apuntado por Freud en la metamorfosis adolescente, aquello que va en la línea del amor al otro “semejante”, pero profundamente diferente.

En este marco, vemos al adolescente dirigirse a lo social por la vía de la interpelación -a menudo “provocativa” e incómoda para el mundo adulto-, y no, en los términos de Winnicott, del “acatamiento”. De modo predominante más bien lo hace por la vía de la confrontación y muchas veces la transgresión, poniendo a prueba la capacidad del medio ambiente de dar una respuesta convincente a ello. Ese “re-nacimiento adolescente” implica una necesidad de “des-cubrirse” en otro orden muy diferente de inserción y acción al sujeto de la infancia, siendo que toda obsecuencia o actitud sumisa bordea un peligro muy caro a este momento: el “falseamiento” de su ser.

El adolescente es particularmente sensible a que toda exigencia de adaptabilidad que no respete su emocionalidad y su pensamiento, sea vivida como una exigencia de adecuación inaceptable. Es en ese punto, clave a mi juicio, donde la respuesta social (en la que están implicados todos sus actores, desde los padres, el colegio, hasta el Estado en todas sus formas) no reactiva, no represora, sino significativa, desde el compromiso que da su serio lugar al planteo adolescente, donde cabe esperar importantes efectos de inserción del joven.

Dicho compromiso social, desde luego, no podrá advenir si desde lo más íntimo del medio familiar a los más compartido de la participación del Estado a través de sus diversos canales institucionales (muy especialmente los educativos), no da lugar a la “escucha” del aporte joven, realizado por la vía de sus reclamos, sus ideas y su necesidad creciente de participar en el mundo compartido.

Toda displicencia en torno a esta ética vincular propia de lo humano, toda avidez por aleccionar sin entender, toda subestimación del aporte joven y de la demanda por parte de este a participar creativamente en lo social en sus diversos estamentos, implicará sin duda, un doble riesgo de efectos sociales mortíferos; ese que conforma, una gradiente que parte del punto extremo de la obsecuencia ciega, donde la creatividad individual y grupal es minada a favor de la emergencia de las múltiples y peligrosas versiones de la dominación totalitarias, al de la reactividad de un anarquismo des-creyente de todo sentido de convivencia social.

Entiéndase entonces, que si hablamos de una “ética vincular” estamos hablando de la lógica de lenguaje (en su sentido más amplio) que recorre el entramado intersubjetivo al calor del cual se va configurando la vida anímica; siendo su punto más logrado aquel en que llegada la madurez psíquica coloca al mamífero humano en un lugar de aceptación plena y gozosa de la diferencia en el otro. Se trata de una ética de la alteridad.

Por ello, es menester un serio compromiso social que tenga por vector al Estado, que muestre ser capaz de atender el grito del re-nacimiento adolescente, porque es allí donde se juega el porvenir de una sociedad y un mundo atravesado por el respeto y el amor por la alteridad

La discusión en boga en nuestro país, acerca de la edad de imputabilidad juvenil en torno a la necesidad acuciante de contener el delito creciente corroborado día a día, no deja de ser bizantina si no es capaz de denunciar ante todo, la necesidad de otra discusión: la de una sociedad que tiene la enorme tarea de “imputarse” la responsabilidad de dar respuestas eficaces a las demandas planteadas por la fuerza joven…que de una u otra manera siempre se hará “sentir”…incluso en el delito.

Dicho grito adolescente, entonces, es portador de un llamado al reconocimiento de la singularidad que cada sujeto trae consigo desde su niñez, al tiempo que “lo social”, por su parte, le reclama una inserción en cierta uniformidad que lo ajuste a derecho; por lo que el enigma que se plantea, es el de cómo dar respuesta a una conflictiva que si bien puede abordarse como parte del desarrollo de los procesos madurativos humanos, no debe dejar de tener presente, el germen y la oportunidad de potencial de cambio y desarrollo en la perspectiva retroalimentante individuo-sociedad. Más claro: la adolescencia no es algo que le ocurre a un individuo aislado en tanto mera etapa evolutiva, sino que le ocurre a la sociedad toda, llamada a una constante resignificación cultural si quiere mantenerse viva.

Algo es seguro, la discusión acerca de la sanción del delito joven y la cronología en que esta deba aplicarse (donde el psicoanálisis mucho puede aportar) no debe en modo alguno eludir algo a mi criterio fundamental: la necesidad de una sesuda reflexión acerca de políticas de Estado destinadas a atender las necesidades del mundo joven en relación a su inserción social; de lo contrario, el debate acerca de la imputabilidad, corre el riesgo de ser un nocivo desplazamiento de otro primero y fundamental: el del compromiso que le cabe a la sociedad toda, acerca de su responsabilidad de tender un puente dialógico con el mundo joven; ese que trae –algo que el psicoanálisis siempre de un modo u otro nos lo recuerda– aquella fuerza nutriente que proviene de la sempiterna infancia y necesita articularse creativamente a lo porvenir.

Bibliografía

  • Antar, D.: Dialogando con Ana Frank. Acerca de la adolescencia. Ed. Milá.
  • Freud, S.: Obras Completas. Amorrortu Editores.
  • Winnicott, D. W.: Realidad y Juego. Ed. Gedisa.