La intimidad y sus rupturas
Gustavo Jarast, APA
Vivimos una época en la que cual existe una tendencia a la naturalización de situaciones de vida en las que la intimidad se pierde o no se considera, y lo más importante entonces, es que no suele haber conciencia de ello.
Pero primero habría que considerar a qué nos referimos con la idea de intimidad, a la que ya de por sí utilizamos como un concepto universal, como si todos habláramos de lo mismo.
El psicoanálisis, de manera explícita o implícita, marca la diferencia entre muy diferentes corrientes de pensamiento. Sin embargo hay una idea central que se refiere a la participación del otro en la constitución del psiquismo humano, participación que ya de por si es compleja porque lo que se comprende por “otro” tampoco es una cuestión sencilla.
El otro, el semejante, en todas las escuelas de pensamiento psicoanalítico, es fundamental en la construcción de la identidad que es íntima. Según diferentes miradas, la manera en que ese otro, comenzando por la madre haya podido brindar recursos emocionales, vivenciales para que la criatura exprese y desarrolle sus rasgos propios, podríamos decir que estamos en presencia de la posibilidad de creación de un espacio de intimidad.
Cuando hemos sido acompañados en nuestro crecimiento por alguien, nuestros padres en primer lugar, los que a su vez han tenido la posibilidad de haber sido acompañados por personas que les permitieran desarrollar experiencias como las descriptas anteriormente, hay intimidad.
De lo contrario, en casos en los que las circunstancias hayan sido menos propicias, el surgimiento de la intimidad puede haber quedado fuertemente comprometido, como podría ser el caso de las llamadas personalidades ‘como sí’, o personalidades narcisistas. En éstas el reconocimiento de la propia subjetividad puede haber quedado sesgado por identificaciones con personajes del entorno familiar, de manera que lo que se podría suponer como intimidad, termina siendo, a la manera de la ‘identificación con el agresor’, una identidad de tipo protésico.
Pero este tipo de descripción, que corresponde a estructuras caracterológicas de tipo patológico, nos pueden ser útiles para resaltar ciertos modos de funcionamiento de orden cultural, en los cuales la psicología individual se convierte en psicología de masa, y se pierde la discriminación subjetiva, desde ya, que sin advertirlo. Y a partir de situaciones de este tipo, los criterios de normalidad, pueden oficiar de modo autoritario sobre la mente de criaturas, que tomarán como adecuado y deseable modelos en los que lo ‘correcto’ sea la repetición o estancamiento en maneras de funcionamiento. En ellas la individualidad sufre un menoscabo, y la sanción del diferente queda plasmada como una necesidad para que no se desarticule este tipo de funcionamiento.
Y a esto quiero apuntar en esta breve presentación, a la naturalización, la banalización de un estado anímico general, en el que puede desde un principio haberse perturbado un sentido de intimidad, de apropiación subjetiva por un entorno, traumatizante, sin que la persona siquiera lo haya percibido. A esto apunta una de las formas de escisión del yo, descriptas originalmente por Freud, luego por D. Winnicott, con su fértil concepto de ‘temor al derrumbe’, en el cual describe como un niño puede haber padecido un severo trauma temprano estructurando un funcionamiento psíquico de tipo catastrófico.
En estas estructuras psíquicas, para nada extrañas, la conciencia de sí mismas tiende a superponer el malestar ‘existencial’ con padecimientos tempranos, quedando desestimadas las experiencias traumáticas tempranas y sus efectos defensivos. Y lo que así se conocerá de sí mismo y se adjudicará a la intimidad más plena, será solo un fragmento de identidad, con total desconocimiento de esa pérdida yoica, de esa ruptura.
Este estado de cosas los podemos reconocer los analistas, al saber de estos modos de funcionamiento del psiquismo debido a las agresiones primarias de un medio familiar intrusivo y avasallador.
Así, cuando abordamos la idea de intimidad, más allá de lo convencional, deberíamos saber que la intimidad ‘oficial’ puede ser una máscara de un estado de cosas más complejo, y en el cual cuando somos consultados no sería prudente orientarnos con criterios que jerarquicen los sufrimientos ‘que padecemos todos’ solamente, sino que debiéramos estar preparados también para no olvidar además la causalidad psíquica que nos transmitió Freud, como determinante del movimiento anímico. Esto es, que no perdamos la perspectiva de que seguramente hay movimientos pulsionales que trabajan de modo silencioso, y generando efectos, sea en el soma, sea en la vida social y afectiva, para poder ofrecer recursos interpretativos que enriquezcan las capacidades simbólicas de nuestros pacientes. Y en todo caso que mediante esa labor se pueda anticipar eventuales desenlaces destructivos.
Sintetizando nuestra aproximación al tema de la intimidad y sus rupturas, es mi preocupación mayor no solamente por la ‘agresividad’ contemporánea que tiende a romper los frágiles contornos de la privacidad individual, con el cada vez más sofisticado control de la vida social, las herramientas tecnológicas que nos predicen nuestros movimientos y direcciones, localizan nuestros movimientos y formalizan nuestros deseos.
Hasta ahí la investigación y los develamientos de esos mecanismos pueden estar en la mira de investigadores sociales y antropológicos.
Nos cabe a los psicoanalistas sostener el conocimiento de otros mecanismos que hacen a la estructuración temprana del psiquismo, y sus determinaciones constitutivas con elementos del tipo de los antes descriptos. Si nosotros no estamos atentos a ese aspecto absolutamente singular de cada uno, mal podremos contribuir no a una conservación de la intimidad, sino a una recuperación de una intimidad nunca advenida, en un sujeto escindido, que nada sabrá de ello, a menos que le podamos brindar los elementos que le permitan conocer que su sufrimiento tenía razones y una consistencia que su intuición ya conocía.