El enigma femenino

Alberto Loschi

Freud plantea que hay una sola libido y es de naturaleza masculina (fálica) tanto en su forma activa como pasiva, por lo que la diferencia masculino-femenino no puede reducirse a la actividad o pasividad. Por otro lado niega que haya representación de lo “femenino” en el inconsciente y, aunque se muestre ambiguo, tampoco puede equipararse fálico-castrado con la masculinidad o feminidad. Fálico-castrado se da dentro de la órbita de lo masculino, lo femenino escapa a esa polaridad. Dice que “la masculinidad o la feminidad es un carácter desconocido que la anatomía no puede aprehender”. Y agrega: “¿Podrá hacerlo la psicología?”. Ahonda la cuestión cuando habla del “enigma de lo femenino”. Es que lo femenino, en tanto enigma, continúa planteando interrogantes, y en esa insistencia evidenciando su capital importancia ya que, más allá de lo anatómico, de la diferencia sexual o de género, lo femenino es un poder. Un poder oscuro, enigmático, de un carácter diferente al poder de lo masculino.1

Un ámbito favorable donde podemos interrogar ese poder es el género trágico. Mucho se ha escrito sobre el origen de la tragedia en Grecia. Es interesante que surja en el siglo V a.C., contemporánea a un cambio de gobierno en un sistema que ya venía siendo de orden patriarcal, y el apogeo de la misma sólo se mantiene durante cien años para luego decaer. Su reverdecer con Shakespeare o Racine es de otra naturaleza, su trama y sus personajes son más psicológicos. Se ha hecho el análisis de Hamlet o de Otelo, no cabe analizar el complejo de Edipo de Edipo o de Antígona. “Edipo Rey” es la tragedia que brinda a Freud los elementos para construir la ‘arquitectura’ de lo psíquico.

El origen de la tragedia está inspirado en antiguos ritos agrícolas de sacrificio y representaciones sagradas de una anterior era matriarcal. En una época prehistórica más reciente tales sacrificios fueron transformados en danza y cantos rituales que luego dieron lugar a los ditirambos, cantos en honor a Dioniso. Estas ceremonias expresaban antiguas creencias aún vigentes en las clases populares. Tespis las introduce en las primeras obras trágicas y luego Pericles fomentará, desde su gobierno, el género trágico, donde brillarán Esquilo, Sófocles y Eurípides. El motivo era atraer y agradar a las clases populares. O sea, el género trágico introduce resabios de ritos y mitos matriarcales en una era ya patriarcal. Podemos decir que uno de los matices del conflicto trágico, del que tanto y tantas cosas se han dicho, es representar el conflicto entre el poder del matriarcado y el poder del patriarcado. De distintas maneras todas las obras trágicas lo presentan. Los antiguos ritos de sacrificio matriarcales, donde los jóvenes se disfrazaban de mujer, se emasculaban regando con su sangre la tierra en un rito de fertilización, para entrar así en comunión con la Diosa suprema, chocaban con las leyes del patriarcado. Así entraban en conflicto el ritual (femenino?) y la ley (masculina?). Por supuesto esos ritos ya habían quedado sepultados por el patriarcado, así que el arte del autor trágico consistía en cómo hacer aparecer el poder de los mismos cuando el rito ya había perdido sus formas. Lo que el mito relata como la comunión del joven con la diosa madre, Sófocles lo representa como incesto y parricidio y lo hace depender del destino, del azar y la fatalidad. Edipo se rige por la ley y es un héroe de la misma, pero el destino y la fatalidad se le imponen por un gesto del azar; en el imperio de la ley brota el rito matriarcal sepultado, en forma de destino, el mandato de los muertos –el oráculo-. Por su parte, Antígona encarna el respeto por el antiguo rito del culto a los muertos y choca con la ley de Creonte, desatando la tragedia. En Las Bacantes, Penteo es el que sostiene la ley, pero Dioniso muestra el poder de sus ritos mágicos, que acaban por hacer decapitar a Penteo, ya travestido, por su propia madre. Así el orden matriarcal, sepultado por el patriarcado, continúa ejerciendo su poder y es aquello que irrumpe, por el ombligo de la nada, como lo fatal. Son dos órdenes distintos.

En Edipo, esos ritos sepultados (compulsión de repetición) se imponen como un destino que teje la trama, más allá del designio de los protagonistas. En Las Bacantes se aprecia mejor cómo se altera de modo ominoso el estado de conciencia cuando el orden sepultado la domina. Cuando Ágave (madre de Penteo) en el estado de trance ritual decapita a su hijo está exultante, y corre orgullosa, con la cabeza del hijo en las manos, a ofrendársela a su padre –Cadmo- (abuelo de Penteo). Cadmo, horrorizado, comienza a hablarle (y esta parte de la pieza la nombra Laín Entralgo como ejemplo de psicoterapia) y Ágave, paulatinamente, va saliendo del trance y recobrando la conciencia, para caer espantada al constatar el resultado de su acto. Es interesante que sea ‘el padre’ el que la trae al estado normal al volver a introducir ‘la ley’ como lo que rige el estado de conciencia. Ese acto, que, en otro contexto, consideraríamos psicótico, tal vez pueda encuadrarse en lo que Lacan nombra como “forclusión del Nombre-del-Padre” y del que hace depender el particular estado de conciencia de la psicosis. También es interesante, en función de lo que venimos desarrollando, que uno de los fenómenos que destaca en el brote psicótico sea lo que llama “el empuje-a-la-mujer” y del que el caso Schreber es un ejemplo.

Pero esta opinable explicación histórica y cultural, que recurre al matriarcado y patriarcado, es pasible de otra interpretación. Podemos decir que esos mitos matriarcales, independientemente de su cuestionable verdad histórica, son intentos, como todo mito, de dar palabra a lo inefable donde se hunde lo psíquico. El ombligo de lo psíquico. Lo mismo vale para el mito del padre primitivo que Freud nos presenta en “Tótem y tabú”, su logro es acercar la palabra a lo inefable. No es entonces que las figuras de matriarcado y patriarcado ‘expliquen’ lo femenino o masculino en lo psíquico, sino a la inversa: dan forma y figurabilidad a lo que son los poderes de “Padre” y “Madre” en el inconsciente. Poderes inefables que tienen efectos, como la compulsión de repetición (femenina?) o la culpa inconsciente (masculina?)

Así, el poder de la madre (femenino) es de otro carácter que la ley del padre (masculino) y ese otro carácter lo asociamos al ritual. Mencionamos la tragedia y nombramos al pasar la psicosis, pero el ritual (femenino) y la ley (masculina) son órdenes inconmensurables que interjuegan de múltiples maneras en la vida anímica normal. Por ejemplo, el acto sexual no es algo que responda a una ley, es más parecido a un ritual, como lúcidamente lo describió Borges en su cuento “La secta del Fénix”. Allí dominan los signos: miradas, gestos, olores, palabras que valen más como signo que como significado. Los signos no son para establecer un diálogo, se comparten creando unidad, tienen efecto directo, como los movimientos de una danza. También la primitiva relación con la madre se desarrolla a través de un interjuego de signos: miradas, sonidos, voces, gestos, olores. Esta danza de signos no responde a una ley causal, es aleatoria pero crea unidad: primero un grito, luego una voz, un olor, una mirada, los signos aparecen y desaparecen y tienen un poder tremendo, como en la magia. Esta ceremonia dual, que hace un “uno”, como en la danza, es lo que conmemora todo ritual. La relación con el padre va a ser distinta, es explicada, hablada, demarcada, responde a una ley, hay causas y consecuencias.

En ese sentido asociamos lo femenino a un ritual, un encadenamiento de signos, arbitrarios pero obligados, signos in-significantes, como las letras de un alfabeto, signos que tienen la fuerza de desviar de la verdad del sentido, signos seductores (se-ducción: desviar del camino). Si el falo es significante de significantes, lo femenino es insignificante. Se trata de un juego, es decir de algo muy serio, donde todo está en juego, aún la vida, como lo ejemplifica la tragedia.

El encuentro con lo femenino

Hay un pequeño relato de “Las mil y una noches” que puede servirnos para ilustrar ese encuentro: “Cita en Samarcanda”.

«Erase una vez en Bagdad un Califa y su Visir… un día el Visir se presentó pálido y tembloroso ante el Califa: —Perdona mi espanto, Luz de los Creyentes, pero en un desvío del mercado he tropezado en medio de la multitud con una mujer. Me he dado la vuelta y he visto que esa mujer de tez pálida y cabellos oscuros, envuelta su garganta con una bufanda de color rojo, era la Muerte. Al verme ha hecho un gesto hacia mí (…) Puesto que la Muerte me ha venido a buscar aquí, Señor, permitidme que huya a esconderme en Samarcanda. Si me doy prisa, estaré allí esta misma noche.

Dicho lo cual, el Visir se alejó del lugar al galope de su caballo y desapareció en medio de una nube de polvo en dirección a Samarcanda. El Califa salió entonces de su palacio y también él se encontró con la Muerte: —¿Por qué asustas a mi Visir que es un hombre joven y de buena salud?– le preguntó.

Y la Muerte le respondió asombrada: —No he querido causarle miedo. Era solamente un gesto de sorpresa, al ver aquí a tu Visir, cuando teníamos cita para esta noche en Samarcanda–».

La historia también habría podido contarse como una cita de amor: el Visir, prendado de la mujer, pide al Califa el caballo más veloz para acudir al encuentro. La historia tendría los mismos elementos, aunque es más trivial. El encanto está dado porque la cita es con la Muerte, y se cumple más allá de sus participantes. Fue el espanto lo que llevó al Visir a Samarcanda, pero también podría haber sido el amor. El encanto del amor, y el de esta historia, tal vez proviene de que siempre se trata de una cita en Samarcanda, con el destino. Quizás es indiferente que sea el espanto o el amor, lo importante es la cita, que es fatal y se da más allá de sus protagonistas, como en todo ritual. Al ritual no se asiste, se lo vive, es él quien teje la trama. El espanto o el amor… al tratarse de un cuento tenemos la libertad de interpretarlo en este doble sentido: lo femenino puede ser lo que mata y/o hace nacer. Es el doble rostro de lo femenino, es también lo que hace que en lo femenino sean tan complejas las relaciones entre el bien y el mal, siempre (presuntamente) claras desde la ley masculina.

El Visir es desviado de su camino (seducido) por la Muerte. Paradójicamente al defenderse de ella es como acude a su encuentro con más certeza. Al igual que Edipo, que escapando a su destino es como lo encuentra. Un encuentro casual -en el mercado-, un gesto fallido –el de la Muerte-, un destino fatal. Los mismos elementos que en Edipo ¿Fue un azar que llevó a la fatalidad? ¿O es lo fatal que se presenta como azar? Ni el encuentro, ni el gesto, ni la cita, pueden darse uno sin el otro. Pero no se derivan uno de otro por intermedio de una ley (v.g. causa-efecto). Están encadenados, como formando parte de un ritual ¿Qué fuerza inconsciente urde esta trama? No es una fuerza, es el ritual que se ha vuelto inconsciente ¿Quién lo hace brotar desde la nada? No es el Visir, tampoco la Muerte, que también se asombra. Es el poder de un término vacio, un solo signo –el gesto fallido de la Muerte- como en la magia, lo que opera esta conjunción. Es el genio fatal de lo femenino lo que tiene ese poder. Un poder que no pasa por el sentido, menos por la razón para tener efecto.

La ley –del Padre- nos protege del ritual y de la muerte ¿Pero es suficiente la ley? La Ley (ley del Padre) configura la lógica del sentido. Con la prohibición introduce un sentido (irreversible) que hace posible la flecha del tiempo y con ella la historia. La muerte -y el amor- siempre quedan fuera de la ley, sólo secundariamente actúa la ley para legitimarlos: a toda muerte se le debe adjudicar una causa para que tenga sentido y el amor refrendarse con un acta legal. Todo esto pertenece a lo masculino. Hay también un poder del ‘no sentido’, que tiene que ver con el azar, con lo fatal, con la muerte, con el amor. Es el poder de lo femenino. La lógica de lo masculino –la del sentido- sepulta lo femenino. El encanto del relato en Samarcanda –su seducción- reside en que lo femenino, saliendo de su sepultura –la Muerte-, introduce lo ‘sin sentido’, que siempre es fatal.

La ley sepulta al ritual. Desde lo sepultado, el ritual –lo genuino inconsciente- vuelve como azar, como destino, es lo fatal. El poder de lo femenino actúa por signos, signos de lo inefable. Los encantos femeninos, el maquillaje, sus signos (como el de la Muerte en el mercado), son resabios del orden ritual. La diferencia no es tanto anatómica y natural como de signos y artificial.

Winnicott habla de la identidad bebé-madre como el “elemento femenino puro” y eso es lo que ilustra el rito matriarcal: la comunión del joven con la Diosa madre. Lacan asocia el lado masculino a la lógica
del todo, lo universal que se funda en una excepción, y eso se aplica a la ley de prohibición del incesto: es universal y fundada en una excepción: el Padre primitivo. Lo ritual, en cambio, no es universal, se agota en su propio lugar y carece de excepción, como formula Lacan para el lado femenino.

Referencias

  1. En este sentido es ilustrativo un grosero dicho popular, suavizándolo dice así: “Tira más un pelo del pubis femenino que una yunta de bueyes” (los hombres, sujetos a la ley de castración, la función fálica). El dicho es interesante, no nombra la mujer, habla de un signo insignificante, un pelo, que se opone al todo de la función fálica que caracteriza lo masculino (el buey es castrado)