Ay, el amor
Los periodistas aprendemos mucho haciendo notas. Los artículos son un camino para conocer otras vidas, otros sentires, otros dolores y múltiples costumbres. Las notas periodísticas, siempre han sido para mí como un viaje que sólo termina cuando la nota se publica y escucho las opiniones que me devuelven, cuál un espejo, lo que otros leen en lo que yo escribí. Por suerte las lecturas son múltiples. Esto quiere decir que hago bien mi trabajo, porque dejo lugar al pensamiento de los otros.
Me convocan, en esta oportunidad, a escribir sobre el amor, tema genérico y abstracto. No estoy acostumbrada. En parte el periodismo es una técnica que se ocupa de narrar hechos, cosas concretas, noticias, opiniones de otros, miradas cubiertas de presuntas objetividades irreales, porque siempre somos sujetos los que escribimos. El periodismo siempre me resguarda y me permite que los lectores no me conozcan tan abiertamente.
En esta oportunidad ¿cómo hacer para no quedar al descubierto? Tal vez encuentro una tangente. Recuerdo una entrevista de hace un par de años con una dirigente política que, hablando de la Ley de Matrimonio Igualitario, me dijo que estaba maravillada de cómo había avanzado esta sociedad en los últimos treinta años, de lo maravilloso que era vivir en democracia porque, cualquiera fuera el color político, la sociedad avanzaba más y más en libertades y exigía a los gobiernos que impulsaran leyes que cada vez permitían más el acceso a nuevos derechos.
Todavía recuerdo 1985, cuando se debatió la Ley de Divorcio. Centenares de parejas no vivían juntas, se juntaban con otras parejas en clandestinidad. Nacían hijos que no eran iguales a otros hijos, unos amparados por la legalidad y los otros sólo fruto del amor libre. La Iglesia se opuso con fuerza a que se debatiera una Ley de Divorcio y llegó a excomulgar a los diputados que la votaron. Hay anécdotas maravillosas en ese sentido, de diputados que no pudieran salir de padrinos de niños recién nacidos porque los curas no los aceptaban en las Iglesias. Pero fue más fuerte el consenso social, había necesidad en la sociedad de ese derecho a elegir separarse, la familia era otra y necesitaba cierta legalidad que la dejara seguir creciendo. Empezaron a aceptarse así familias ensambladas, familias monoparentales, hijos de unos y otros matrimonios que se sentían hermanos entre sí. Y el amor triunfó por sobre el prejuicio. No fue la Ley la que generó ese cambio, porque la sociedad cambió, se sancionó la Ley y su letra caló hondo en la gente que se divorció y volvió a casarse una y otra vez en esos años.
Algo similar pasó recientemente con el matrimonio igualitario. ¿Cuántos años hacía que gays y lesbianas hacían sus marchas para reclamar la posibilidad de casarse y de adoptar niños? Pero el tema ni siquiera era debatido. Los prejuicios taponaban el amor. ¿Y cómo se destapó? Con un impulso del poder político que vino después de la certidumbre de que existía consenso para debatir y aprobar esa Ley. Nunca la Ley llega antes que el consenso social, y si llega, no sirve, queda la letra dura en los libros y nadie se apropia de ella.
Algo similar pasa con otros temas, la fertilización in vitro, el alquiler de vientres, y tantas otras opciones que hoy ya no se dan en las películas ni en el mundo desarrollado, sino que son posibilidades que tienen a su alcance las personas reales, de carne y hueso, en este país y en la mayoría de los países del mundo.
Pero me gustaría aportar a este debate, algo que pienso. Y es que detrás de esos cambios el amor es siempre el mismo. Cambia la forma de relacionarse, cambian los consensos y los prejuicios se bajan, afortunadamente, porque vivimos los argentinos en una sociedad democrática, pluralista y con libertad. Pero el amor no cambia. Uno puede casarse o juntarse, vivir en casas separadas, tener uno o diez parejas a lo largo de una vida, enviudar y quedarse sólo el resto de la vida o volver a casarse, no separarse nunca, ser homosexual o heterosexual, pero en el fondo el amor es el mismo. Y cuando uno lo siente lo sabe internamente, sin dudar.
¿Si somos libres para vivir el amor? es una de las preguntas que nos hace APA. No existe el amor sin libertad, aquellos que no tienen amor no saben lo que es la libertad, para mí el amor es lo contrario del odio. Si uno odia está encerrado y no puede disfrutar de la libertad.
Claro que siempre gozamos solamente de una libertad enmarcada en los valores y las reglas de la sociedad y el momento histórico en el que vivimos. Esa es la libertad posible. Y ser consciente de esos límites es aceptar las propias limitaciones, amar dejando espacio para la frustración, saber que amar no significa estar siempre felices y comiendo perdices, como nos decían en los cuentos de niños, sino que hay días buenos y otros no tanto, tristezas, miedos, idas y vueltas, enojos y pasiones. Todo eso forma un “combo” amoroso que nos sostiene cada día, nos invita a levantarnos por las mañanas con entusiasmo e irnos a descansar tranquilos por la noche.
Y de a poco me voy dando cuenta que este tema del amor es tan atractivo y motivador que, casi sin quererlo me salí del relato objetivo y periodístico, para abrir mi corazón y permitirles entrar en él y darse cuenta que soy una romántica perdida, que no concibe estar viva ni un minuto sin estar dando y recibiendo amor.