El amor en tiempos complejos

Tal vez todas las épocas y lugares por los que los humanos transitamos en nuestra corta estadía en la Tierra hayan sido complejos, llenos de tensiones y tentadores desafíos; el problema radica en que parte de la ilusión de la época, llamada moderna, a la que preferimos llamar colonial-moderna, consistió en fabricar un imaginario de simplicidad lineal, teleológica, universal y eterna, basado en la lógica de lo UNO.

Por consiguiente, el primer paso para replantearse cualquier tema en la contemporaneidad requiere de una revisión de su configuración histórica, partiendo del presupuesto que ningún tema o problema puede ser pensado por fuera del contexto de su emergencia. A esta operación llamó Nietzsche genealogía, lo que supone apartarse de toda idea de universalidad y trascendencia, porque la historia es leída desde el presente. También es cierto que lo mismo hicieron Freud y Marx, sin poder escapar del todo a la tentación de universalizar sus valiosas producciones.

Estas consideraciones no son ajenas a las ideas de trascendencia, como hemos señalado, de esencia y sexismo, y nunca se han liberado del todo de concepciones racistas aunque, en la mayoría de los casos, éstas han quedado encubiertas o, lo que es peor, sobreentendidas.

Por consiguiente, la tan mentada idea del amor no ha escapado a ninguna de estas características. Cabe preguntarse por qué ahora nos aflora el interés por entender algo de las transformaciones que se dan en el presente. Para esto es necesario realizar una breve genealogía de las condiciones en que se originó esta forma de amor que creímos eterna.

Aunque no cabe duda de que resulta imposible hacerlo en breves líneas, creemos importante aproximar algunas reflexiones que tal vez nos sirvan para situarnos en el tumultuoso presente.
Hace aproximadamente ocho siglos, se produjo en Europa un lento movimiento, que después se repitió en los territorios colonizados de manera mucho más abrupta y violenta; se diseminaron las viejas formas de alianza que se consolidaban por medio de los sistemas de parentesco, que sostenían además los distintos modos de intercambio y reciprocidad. Como sostuvo Lévi-Strauss, lo que garantizaban estas “estructuras” era la pertenencia a un determinado grupo y su correspondiente locación.

Si bien es cierto que hoy no se puede sostener que estas formas de relación no estaban libres del atravesamiento de intrincadas fuerzas de poder, que seguramente producirían transformaciones en el interior de las mismas, también es cierto que constituían una compleja trama en un campo social que, el mismo autor, señala como “hojaldrada”; es decir compuesta de muchos estratos y de relaciones transversales entre ellos, muy lejos se está de suponer que se trataba de sociedades simples, arcaicas y primitivas, como las califica la antropología evolucionista que no hace más que justificar la dominación blanca, europea y masculina. Consecuentemente, cuando estas relaciones, debido a guerras y migraciones masculinas, se fracturan, hubo que volver a armar un dispositivo que garantizara la filiación, que supone pertenencia y locación. Así surgió la respuesta eclesiástica de convertir al matrimonio en sacramento, y a su forma de unión en eterna y monogámica. Como las transformaciones sociales son azarosas y por consiguiente imprevisibles, surge el amor romántico para justificar y sostener dicha unión. Sin duda hay que ahondar sobre estas interrelaciones, pero lo importante es no considerar nada de lo humano como efecto de la acción de alguna esencia trascendente o alguna estructura oculta que justifique su eternidad y fijeza.

Lo que vivimos en la actualidad, es quizás, la fractura de una axiomática que no admite que las instituciones duren en el tiempo; esto significa que están en perpetuo movimiento y que por lo tanto sufren constantes transformaciones. Hoy habrá que desligar la idea de amor a una institución privilegiada, como la pareja o la familia heteronormativas para extender sus sentidos a las variadísimas formas de amor y –fundamentalmente- religarlas a la idea de cuidado, de múltiples afectaciones y reciprocidad.

Resulta por lo menos alarmante que se defienda una forma de amor, heterosexual, en primer lugar, que acentúe las asimetrías de género y las distintas formas de ejercicio de dominio en el interior de una institución que se la imaginariza como armónica y donde no debe existir el conflicto. También es cierto que este ideal garantiza que toda ruptura del mismo sea inmediatamente patologizada y condenada, creando a su vez numerosas expresiones de dolor y sentimientos de fracaso. Lo que sostenemos es que no se trata de un fracaso individual sino, por el contrario, del fracaso rotundo de un ideal que no puede admitir fracturas porque pone en peligro sus insaciables ansias de dominio.

No se puede hoy dar ninguna receta, ni ningún pronóstico. Ninguno de estos temas puede tener una sólo respuesta, por el contrario, por ahora sólo podremos crear espacios de reflexión que apunten a abrir nuevos posibles, que pongan en evidencia nuestra infinita potencia de creación y recreación de otros mundos. Si bien no hay garantías sobre los resultados tampoco las habrá si no lo intentamos. ¿Nos es posible pensar el amor más allá de los sexos, de la posesión y la dominación? Creo que la sólo pregunta nos compromete.