Bullying: ¿culpa o vergüenza?

De la introspección a la visibilidad conectada

Dra. Paula Sibilia. Investigadora y ensayista argentina residente en Río de Janeiro, especializada en temas culturales contemporáneos. Lic. en Comunicación y Antropología en la UBA.

Las hostilidades infantiles son un clásico de la vida escolar y siempre han generado sufrimiento. Sin embargo, hasta no hace tanto tiempo, otras cuestiones se consideraban más serias que esas rencillas de recreos y pasillos: era el caso de las amonestaciones, suspensiones y expulsiones, por ejemplo, así como de las malas notas. Tanto para los estudiantes como para los maestros, los padres y la sociedad en general, esas sanciones impartidas por las autoridades solían ser mucho más contundentes que aquellas escaramuzas menores, a las cuales no se les prestaba demasiada atención porque eran «cosas de chicos», marginales al magno ejercicio de la educación formal.

Ahora, en cambio, está ocurriendo un curioso movimiento contrario: tanto las notas bajas como las reprimendas disciplinarias parecen haber abandonado ese peso que tenían hasta hace poco y, en contrapartida, el bullying pasó a ocupar un lugar cada vez más central. No es casual que los tipos más tradicionales de «humillación escolar» estén perdiendo fuerza en este momento; es decir, aquellos castigos impuestos por una autoridad –un docente o un directivo– a los alumnos que no estudiaron o se portaron mal. Tampoco es tan raro que, al mismo tiempo, ganen prioridad esas otras puniciones que los mismos estudiantes se aplican entre sí, en las cuales no interviene la jerarquía institucional y cuyos motivos difieren mucho de las clásicas transgresiones a las reglas escolares.

De hecho, son bastante distintos los factores que intervienen en cada una de esas situaciones. Parece haber cambiado, sobre todo, la relación entre moral (lo que se considera correcto o no) y ley (lo que estipulan los reglamentos), así como el mecanismo de control social que actúa en cada caso. Los conflictos escolares más clásicos -motivados por sanciones disciplinarias o calificaciones insuficientes- se fundan en la culpa: un sentimiento de falta por haberse portado mal o por haber hecho algo indebido; es decir, algo prohibido por los estatutos escolares (ley) y considerado incorrecto de modo consensual (moral). Inclusive el mismo protagonista del episodio en cuestión probablemente admitiría su error: él sabe que hizo algo malo y, por eso, se siente culpable y hasta digno del castigo. En una situación como ésa, por tanto, lo que prescribe la ley coincide casi perfectamente con los preceptos morales en vigor, y es por eso que la culpa funciona como un mecanismo eficaz de control social.

En el caso del bullying, sin embargo, el cuadro es otro: no sería la culpa lo que entra en juego, sino la vergüenza. En estos episodios cada vez más habituales, no se trata de explorar una emoción interna o privada, que signa un dilema moral de cada uno consigo mismo ante la violación de las normativas y los valores vigentes. Cuando se desata la vergüenza, el drama no emerge del yo sino que proviene de los otros. Es un problema público, no privado o íntimo, y sólo existe porque lo desencadenan los demás: aquellos que juzgan al protagonista de modo injusto, equivocado o hasta cruel, aunque él no tenga culpa de nada porque –en principio– no hizo algo considerado incorrecto para la moralidad en uso ni prohibido por los reglas de la institución. La ley, por tanto, no fue infringida en este caso -como máximo, es su misma rigidez la que titubea en virtud de un desfasaje con respecto a las nuevas costumbres- y la moralidad se pone en jaque porque estalló el consenso sobre qué se considera bueno o malo.

Así, mientras la culpa va perdiendo su antigua eficacia moralizadora, el bullying insinúa que la vergüenza se está volviendo cada más eficaz en el modelaje de las conductas y las subjetividades. Esos desplazamientos pueden parecer sutiles, lentos y tal vez insignificantes; no obstante, conviene prestarles atención porque pueden ser indicio de una importante transformación histórica. Quizás sugieran la configuración de un nuevo suelo a partir del cual pensamos, actuamos y valoramos nuestras acciones. Un factor clave en esa mutación es el papel de la mirada ajena: algo que, sin duda, siempre fue importante, pero ahora parece haber ganado una preeminencia desmedida cuando se trata de definir quién es cada uno y cuánto vale.

Se trata de una metamorfosis muy compleja, que viene gestándose hace décadas para terminar de consumarse ahora, con ayuda de las tecnologías digitales de comunicación cuyas estrellas son los teléfonos celulares conocidos como smartphones. Esos aparatos que no tienen más de diez años de existencia pero que ya todos poseemos al menos uno y lo llevamos a todas partes, suelen tener cámaras embutidas y acceso permanente a las redes informáticas. Dos elementos que son primordiales -cámaras y redes- pues permiten la visibilidad y la conexión permanente. Esos dos vectores se han vuelto vitales para la construcción de las subjetividades contemporáneas.

No se trata de un cambio menor. En vez de propiciar la introspección como un mecanismo privilegiado de constitución de la subjetividad, tal como ocurría con varias tecnologías analógicas asociadas al universo escolar (el libro impreso, el cuaderno, la lapicera, el diario íntimo y las cartas), el nuevo instrumental favorece la edificación de sí mismo en la visibilidad de las pantallas y en contacto permanente con los demás. Cabe notar, además, que el desplazamiento de la culpa hacia la vergüenza está sintonizado con esa reformulación. Si la interioridad deja de ser el escenario donde ocurre una lucha de cada uno consigo mismo, una disputa de los propios deseos o ambiciones contra las rígidas reglas del espacio público (moral y ley), ahora el drama se desplaza hacia el ámbito público: un espacio donde todos pueden (o deberían) ver quién se es, y donde los valores se han sacudido al punto de entrar en conflicto con las normas todavía usuales pero cada vez más anticuadas.

No sorprende, en este contexto, que las apariencias ya no sean tan «vanas», frívolas o hasta engañosas, como solían serlo en pleno siglo XIX y durante buena parte del XX, cuando lo esencial era «invisible a los ojos» y lo más importante de cada individuo se expresaba como la «belleza interior». Nada menos que el lugar de la verdad se ha trastocado: ésta ya no se hospeda prioritariamente «dentro» de cada uno, en la interioridad psicológica de cada individuo, sino que tiende a ser irradiada por la mirada ajena. Son los otros, definidos de modo creciente como espectadores o seguidores, quienes tienen la capacidad de decir quién es cada uno y cuánto vale, incluso de un modo muy literal: haciendo clic en el botón «me gusta» o despreciando sus manifestaciones visibles. De esa manera se le concede (o no) la misma existencia al yo que se expone, algo pasible de ser evaluado mediante la constante medición de visualizaciones, comentarios y repercusiones.

Vivir en la vidriera, sin embargo, tiene como contracara el riesgo de una vulnerabilidad inédita ante la despótica mirada ajena, que puede desdeñar el propio perfil sin que haya otras instancias donde refugiarse y desarrollarse: ni la interioridad, ni la intimidad, ni siquiera el viejo sueño de una isla desierta que sea inaccesible a las ubicuas redes. Por tales motivos, el fenómeno del bullying puede ser pensado como un síntoma de esa fragilidad que caracteriza a las subjetividades estimuladas por los modos de vida contemporáneos, con sus identidades construidas a la vista de todos y siempre disponibles para compartir lo que sea, pero también -y justamente por eso- al borde del peligro de ser destruidas a fuerza de humillación.