La memoria como objeto de Arte
Lic. Gabriela Goldstein. Miembro de APA. Artista Plástica
El arte es memoria, es memoria encarnada en obra de una manera paradojal. El arte convoca la memoria que en muchos casos es el objeto de arte mismo. Pensar en esta cuestión, que hace a la naturaleza del arte y de la memoria implica una doble lectura. Por un lado, sabemos que el arte está íntimamente ligado a “lo bello” en tanto herencia clásica como condición de objeto de arte. Pero a la categoría de lo bello y lo maravilloso se le impone, a veces imperceptiblemente, la otra cara de eso mismo, lo oscuro, lo horrible y lo siniestro. La reflexión sobre arte y memoria, hoy en día, hace insoslayable considerar esta duplicidad de la condición de lo bello y lo siniestro, de lo traumático, y de lo inefable, es decir, de la memoria de lo impensable de la condición humana. Condición que compromete a Freud, explorador de las arqueologías del alma, que parte a Grecia en busca del arte, y se encuentra con esa otra parte, que lo toma por sorpresa, en medio del “bello” paisaje.
Cuando Freud escribe “Un trastorno de la memoria en la Acrópolis” (carta a Romain Rolland (1936)), describe un “fenómeno inusual” que le sucede en Atenas. Allí, inesperadamente y ante la Acrópolis Freud piensa: “Lo que veo allí no es efectivamente real” y al tiempo que duda de la existencia de lo que veía se “divide” en dos personas. Una, dice el mismo Freud, se contempla, exteriorizado, como componente del paisaje, mientras que otra parte suya no admite la realidad y se retiene en la duda. Freud investiga la extraña experiencia que vive ante la Acrópolis, y luego de sucesivos análisis de su recuerdo prohibido, entiende que padeció un trastorno de la memoria que tenía sus razones en experiencias de la vida infantil, penosas. Desmentir una porción de realidad dolorosa arrancó al mismo tiempo una porción de la memoria que sabemos, está profundamente ligada a los afectos. Y en este caso Freud dice: la cuestión es el padre, su padre y el sentimiento de piedad hacia él, la impertinente causa de su desmemoria. Uno de los grandes temas del psicoanálisis, superar al padre, “llegar tan lejos”, descubre un universo de efectos, sentimientos y pensamientos, que se esconden entre la desmemoria y el extrañamiento.
Entiendo que en el “sentimiento de enajenación” o extrañamiento (Entfremdungefühl) que Freud dice haber tenido se relanzan y precipitan unos efectos e interrogantes que, más allá de la interpretación freudiana, dan cuenta de que allí también acontece una experiencia estética. En el extraño fenómeno vivido en la Acrópolis, alienación, extrañamiento y pérdida de la memoria dan cuenta de lo que hoy, podemos entender, también como una experiencia estética, ya que en el encuentro con el arte, con las grandes obras: ellas nos interrogan, nos exigen una reacción, tal como le sucede a Freud ante la Acrópolis que se pregunta, extrañado, como si fuera otro, si Eso que veía era real.
La experiencia estética moderna trasciende la valoración de lo sensible, como lo bello, y placentero, se trata de lo que se pone de manifiesto en el shock, la conmoción, de aquello que nos conmueve, como efecto de lo “traumático” necesario en el arte que resuena en una “versión de lo espectral” según H. Foster. Lo que de otra manera descubre Warburg en das nachleben der Antike (la supervivencia del pasado) en la ninfa en “La primavera” de Botticelli. La presencia de un desenfreno pagano se revela en las Pathosformeln1 la fórmula del Pathos, como emoción que contiene algo de lo no integrado. Es en ese lugar muy lejano y ambiguo de la memoria es donde se constituye el “régimen estético del arte”2 que define Ranciére. En este régimen existe una tensión dinámica, que solicita no ser resuelta, -como la paradoja de Winnicott-, para mantener la compulsa eterna entre lo dionisíaco y lo apolíneo, y la existencia de cierta relación entre pensamiento y no-pensamiento, “de cierto modo de presencia del pensamiento en la materialidad sensible,…y del sentido de lo insignificante” afirma Ranciére. Desde Lo oscuro y enigmático del deseo inconsciente emergen pasiones que más allá de lo apolíneo, se efectivizan en el más tremendo desborde dionisíaco. Allí emergen los horrores de una pulsión desujetada, vaciada, transfigurada en crueldad y justificada, por el manifiesto de un horror naturalizado.
Hay diversas formas de la memoria en el arte, una memoria que constituye y habita el alma del objeto de arte, que como constructo simbólico está encarnado en obra. Es aquello que desborda su autonomía haciendo efecto de sujeto en el otro. Y este efecto se constituye en experiencia, y nos acerca a otro tipo de conocimiento, relacionado con el conocimiento de sí mismo, en el cual yo también es otro (“car je est un autre”, en palabras de Rimbaud) mostrando la función dialéctica de alienación y separación del yo/no-yo. En esa dialéctica, un momento particular de la experiencia estética, se produce la apropiación de algo de la memoria perdida, lo extraño, lo desconocido. Se promueven nuevas asociaciones y correspondencias. Las formas de “conocimiento” que involucran el encuentro con el arte y comprometen al sujeto, emergen como una “verdad” en la“memoria inconsciente” como un rayo en la oscuridad, un maravilloso destello. Esto se produce por medio de la normatividad propia del arte, que es letra no discursiva y se manifiesta como una forma de sensibilidad, conceptualidad que constituye la experiencia estética, que es metáfora y metonimia, condición de su poética.
Y existe otro tipo de memoria en el arte, que sin renunciar su condición de objeto de arte, portador de la memoria de los tiempos, atraviesa su propia naturaleza y hunde sus raíces en algo de una memoria más específica: aquello que nunca debemos olvidar. Algo que, por más que un olvido voluntario o inconsciente ponga en juego la negación vital, debería ser indeleble. Es un arte que en su constitución discursiva es memoria y habla directamente de su emergencia. Cuando la memoria es lo que construye un objeto de arte, el desafío es mayor. No caer en una estatización política del arte y menos de la memoria, que en tanto condición de objeto de la memoria, la recuerda, la convoca, la promueve y la provoca. Existen hechos, eventos, zonas temporales, épocas, que comunican una dimensión de lo impensable, inimaginable. Son los hechos que interrogaron a W. Benjamín, P. Levi, H. Arendt, entre otros como efecto de la pérdida en la cultura. ¿Es posible volver a soñar, es posible la dimensión de poesía o promesa de felicidad?
En éste estado de cosas recae sobre los hombros del arte una responsabilidad muy grande: recordar aquello que intenta sustraerse de la memoria y borrarse, obviamente lo penoso, lo increíble, lo inadmisible. Es en éste arte, que el sentido propio de la memoria es exigida. La memoria convocada, forzada nos obliga a recuperar por medio de la experiencia estética, la experiencia olvidada, o rechazada: Y el instante de verdad es revelado, enhebrando fantasías, entre los sueños diurnos y los recuerdos olvidados. “Qué no daría yo por la memoria (la tuve y la he perdido)”, dice Borges (1996) en “Elegía de un recuerdo imposible”. Recuerdo y añoranza que intentamos atrapar y buscamos irremediablemente en el enigma de la vida: “Y buscamos algo más. Buscamos la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La poesía no es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la esquina” (Borges, 2001).
1Se refiere a la potencialidad de la representación y expresión del arte que evocan “engramas” constitutivos mediante otra forma de memoria, que invita un universo antiguo portador de la magia de la naturaleza, según Burucúa (2003).
2 J. Ranciére “El inconsciente estético” Del estante Editorial, Buenos Aires, 2005, p 9