Mentiras verdaderas

Por Aída Miraldi, Psicóloga psicoanalista de Uruguay (APU)*

¿Cuáles han sido las relaciones del psicoanálisis con la conceptualización de la mentira? ¿De qué hablamos cuando decimos «mentira»? Si nos atenemos al diccionario, la mentira es una actividad verbal, intencional, cuyo estatuto metapsicológico estaríamos tentados de adscribirlo, muy rápidamente, al registro conciente. No vayamos, sin embargo, tan de prisa…

El diccionario dice:

«Mentira: cosa que se dice, sabiendo que no es verdad, con intención de que sea creída. Con «ser» se emplea en frases con que se desmiente algo que otro dice, pero estas frases son inconvenientes o groseras.» (18)

«Mentir: decir cosas que no son verdad, para engañar».

De entrada, pues, está el decir como lo esencial de la mentira y la referencia a la verdad y la intención como capitales en la definición. Y, también, un vínculo del «desmentir» con la inconveniencia o la grosería.

¿Qué sentido tiene en y desde el psicoanálisis, con su conceptualización del inconciente, hablar de mentira y verdad? Y, no obstante, el psicoanálisis no ha hecho sino hablar de ello desde su inicio. Desde la «protonpseudos» del «Proyecto de una psicología para neurólogos» (13,a), algunos apuntes en la «Psicopatología de la vida cotidiana» (13,b), una discusión en el Grupo de los Miércoles, en Viena (4) el recorrido prosigue, zigzagueante, en textos de técnica, en el artículo de Freud sobre «Dos mentiras infantiles…» (13, d) y en las referencias desparramadas en la correspondencia. Voy a examinar algunos elementos de estos textos, remitiendo al lector (dada la necesaria brevedad del trabajo) a los mismos.

De mentira

El «Proyecto…» (13,a) introduce la noción de «proton pseudos», con relación al caso Ema. Traducida al francés como «premier mensonge», tanto la versión inglesa como la española fueron más cautelosas, manteniendo las palabras aristotélicas, originalmente referidas a «la falsedad de la premisa mayor en cuanto determina la falsedad del silogismo». En el texto freudiano, la proton pseudos se inscribe dentro del cuadro de la histeria para explicar una «falsa conexión» conciente. Quizás su traducción como «mentira» arrastra la carga de la teorización previa sobre la histeria. En todo caso, vale retener la diferencia entre «error» y «mentira».

Una discusión del Grupo de los Miércoles, en 1909, es registrada en Actas (4) con el nombre de «Psicología de la mentira». El expositor, Otto Rank, subdivide su ponencia en dos partes, la psicología de la mentira y el examen de la psicología del mentiroso. Sobre éste hablará, sentando desde el comienzo la radical divergencia del abordaje psicoanalítico con cualquier otro posible: para el análisis, sólo es posible «un concepto estrictamente determinista de la mentira.» Esta tiene el carácter de una transacción, efectuada entre algo de verdad y el cumplimiento de deseos. Fantasía y mentiras se anudan, sin superponerse; a la mentira le es esencial un ocultamiento de la verdad.

Habría, dice Rank, dos tipos de mentiras: unas determinadas por la presión de las circunstancias y otras cuya motivación central es interna. Marca características llamativas de las mentiras: ocurren «por sí solas», son frecuentemente torpes (lo que le permite postular que su función no es el ocultamiento de lo que le sucede a quien las dice, sino «la necesidad de encubrir otros pensamientos o complejos») y tienen un extraordinario poder de resistencia: el mentiroso no confesará con facilidad haber mentido.

Se dijeron, en esa reunión, más allá de la desprolijidad de los términos, propia del momento inicial, cosas muy interesantes, cuyos retoños teóricos podríamos seguir en concepciones actuales, pero lo que me importa destacar es la postura freudiana: para el Freud de 1909, «lo natural para el niño es decir la verdad», y la raíz de la mentira infantil hay que buscarla en la actitud de los adultos, quienes mienten, sobre todo, acerca de los hechos sexuales. Anota: «Evidentemente, la mentira debe distinguirse rigurosamente de la actividad de fantasear»(4).

Retomará estas ideas en su artículo «Dos mentiras infantiles…» (13,e ). Allí examina dos mentiras infantiles recordadas en sus tratamientos por pacientes adultas. Señalo sólo los aspectos que me parecen relevantes: lo que está en juego en la mentira es la identificación con otro (aunque no utiliza la palabra identificación), ésta puede ser un modo de enfrentar una injuria narcisística, y la negación de la mentira, lo que sería propiamente hablando una desmentida en sentido lingüístico, se relaciona con la motivación, inconciente e inconfesable, que la sustenta.

Desde otro ángulo, la cuestión aparece abordada en «La psicopatología de la vida cotidiana «(13,b) y en «El chiste y su relación con el inconsciente» (13,c). En la primera, escribe: «puede asombrar, en general, el hecho de que el impulso de decir la verdad sea en los hombres mucho más fuerte de lo que se acostumbra a creer. Quizás sea una consecuencia de mi ocupación con el psicoanálisis, la dificultad que experimento para mentir.»

En la segunda obra, Freud refiere varios chistes sobre los casamenteros judíos, cuyo esquema común es: alguien cuyo oficio es mentir, dice la verdad inopinadamente. Juega aquí la alegría de librarse del disfraz impuesto, una verdad que se impone automáticamente a pesar de las trabas y un «consentimiento interior» que posibilita que ella emerja. Y, unas pocas páginas más adelante, examina lo que llama «condiciones de la verdad» en un fragmento que, a mí, lo confieso, no ha dejado de sorprenderme. Freud pone como ejemplo el chiste del judío que va a Cracovia, forma humorística de la vieja paradoja del mentiroso. Se trata de un problema que tiene que ver con un conflicto «y aprovecha la inseguridad de uno de nuestros conceptos usuales» y se pregunta: ¿Decimos verdad cuando describimos las cosas tal como son sin ocuparnos de cómo el que nos oye interpretará nuestras palabras? ¿O es esto tan sólo una verdad jesuítica y la legítima veracidad consistirá más bien en tener en cuenta a aquel que nos escucha y procurarle un fiel retrato de su propio conocimiento?» (13, c).

Estos chistes atacan «la seguridad de nuestro conocimiento mismo, uno de nuestros bienes especulativos». Creo que no sólo esto, sino que denuncian lo precario de nuestra relación con el otro, la posibilidad de la palabra mentirosa, al mismo tiempo que señalan que hay otro de la mentira, tanto como hay otro del chiste.

La verdad queda, en el texto freudiano, relativizada: «decir las cosas tal como son» o «tal como nos parecen que son».

Relativización que se liga a la práctica psicoanalítica, tanto en lo que tiene que ver con el decir del analista como con la «regla fundamental», acuerdo de palabra que establecemos con nuestro paciente, cuyo presupuesto básico es la sinceridad, pero cuyo lado oscuro es nuestro conocimiento de su aspecto paradójico. En «La iniciación del tratamiento» (13,d) Freud indica como de mal pronóstico la confesión del paciente sobre su propósito de reservarse determinadas cosas, marcando como resistencial la división del tratamiento en dos partes, una oficial y otra «amistosa».

De los teóricos de la primera hora, varios se preocuparon por el tema. En un trabajo que es, pienso, un texto fundamental del psicoanálisis, «Sobre la génesis del aparato de influencia», (21) V. Tausk señala que la fantasía esquizófrenica de que los pensamientos no se encuentran albergados en el espacio psíquico, que todos los pueden conocer, la «pérdida de la conciencia de ser (…) un yo que posee sus propios límites», se relaciona con la etapa infantil en la cual el niño tiene la creencia de que los demás conocen sus pensamientos. «Los padres lo saben todo y lo saben todo hasta que el niño logra su primera mentira». Hay una lucha por el derecho de tener secretos sin que los padres los conozcan, lucha que estructura el yo y que comienza muy precozmente, tan temprano como en el primer año de vida, cuando el niño trata de engañar a los educadores. Pero la mentira ha sido aprendida: aprendida, precisamente, de y con los adultos. Estos, en un intento por lograr la obediencia a las normas, apelan a promesas que no cumplen. Durante la discusión de ese trabajo, Freud destacó que la creencia del niño de que los demás conocen sus pensamientos tendría su origen, principalmente, en el aprendizaje del habla, pues el niño recibe «juntamente con el lenguaje, los pensamientos de los demás». La mentira, pues, construye un espacio interno, una intimidad yoica y, además, se aprende por identificación.

Sandor Ferenczi, (12) por su parte, hace su aporte a la discusión en un trabajo sobre técnica. Incurre allí en la confusión que Freud precisamente trata de evitar: la de fantasía y mentira. Esto no le impide, sin embargo, apuntar, certeramente, a la mentira como necesaria en tanto evitación de un displacer, y a la relación entre mentira e instancia moral. Las instancias ideales llevan nombres sonoros, pero designan estructuras formadas a través de un proceso que lleva la marca de la falsedad, de la no verdad.

Instaurándolas, el niño «desmiente mociones pulsionales reales», debe «aprender a tener en cuenta y sentir que muchas cosas que le gustan son malas y descubrir que la obediencia a preceptos que implican renuncias difíciles se puede transformar en fuente de felicidad y satisfacción extrema». Y agrega que podría haber casos que nos enfrentaran a Super yoes múltiples, cuya unificación no ha sido lograda.

Para sintetizar este primer tramo: la mentira queda vinculada a la estructuración infantil (y estamos, entonces, ante un elemento constitutivo de lo humano), por la vía de mecanismos identificatorios, cuya discriminación, confusión y relaciones con la fantasía (y con el sistema inconciente) se torna escabrosa. También síntoma de transacción, resistente a la «prueba» de la verdad, ligada indisolublemente al otro a quien se engaña y al decir, al lenguaje e imposible de encarar sin contracara, las «condiciones de la verdad», la supuesta «naturalidad» de esta y su mayor «comodidad».

La continuación de la historia y los nuevos desarrollos del pensamiento psicoanalítico harán, también, caudal del problema. Hasta donde sé, fue Fenichel (11) quien discriminó dos tipos de mentira:aquella en la cual se hace creer al otro algo que no es cierto y aquella en la que se intenta que el otro deje de creer en algo que es cierto. Y anota Fenichel: «la tentativa de convencer a alguien de la realidad de algo que no es real, se hace como prueba de la posibilidad de que también ciertos datos de la memoria (propia) pueden ser erróneos». Esta sería la finalidad inconciente de la mentira consuetudinaria, producir un cierto efecto negatorio en el mentiroso mismo, mientras que el rol del otro a quien se engaña será el de «testigo» en la disputa entre la propia memoria y la tendencia a la negación. Resuena aquí la lucha nietzscheana entre memoria y orgullo («Has hecho esto», dice mi memoria. «Esto no puedes haberlo hecho», dice mi orgullo, y permanece inconmovible. Por último, cede la memoria»).

Con K. Abraham (2) y H. Deutsch (10) entra en el escenario psicoanalítico el impostor. Del trabajo del primero, subrayaría la facilidad camaleónica del paciente para apropiarse de distintas identidades (era «un genio en la narración de historias fantásticas») y el énfasis en la megalomanía subyacente a los síntomas. Del de la segunda, el hallazgo de que el impostor iguala su yo a su ideal del yo, esperando «de los demás el reconocimiento de este estatuto». Todos somos, en cierto sentido, impostores que pretendemos ser aquello que desearíamos ser.

El psicoanálisis rioplatense, fuertemente marcado por la teoría kleiniana, aportó –y mucho– a esta discusión. Madeleine Baranger, (6) tomando el concepto sartreano de mala fe, escribió un texto cuya lectura es imprescindible. Trazó allí una demarcación entre mentira y buena y mala fe, que no hace sino mostrar la cualidad casi inapresable que las formas de «no verdad» han tenido para el psicoanálisis. La mentira «pura» correspondería a una actitud cínica: quien miente sabe que está mintiendo. «Afirma dentro de sí una verdad, la niega en sus palabras y niega para sí esta negación, reconociéndose como mentiroso.»

Entre nosotros, indagaron sobre la seducción del psicopático un grupo de psicoanalistas (3) postulando que ella le permite al psicopático ubicarse en el papel de objeto de envidia y señalando agudamente que si éste seduce, engaña y miente, si ejerce tal poder de atracción, es porque encarna algo de lo que nosotros hemos sido o desearíamos ser. Por la misma época, Luis E. Prego,(20) cuestionándose tanto sobre la personalidad psicopática como sobre las posibilidades de trabajo psicoanalítico con estos pacientes, señalaba la paradójica situación en que quedó colocado por la confidencia de uno de ellos: o hablaba y podía ser tildado de cómplice o callaba y se transformaba en encubridor.

En el mismo sentido, los trabajos de Christopher Bollas (8) y Edna O’Shaughnessy (19) muestran de un modo paradigmático cómo, enfrentados a la mentira en su práctica clínica, son y se sienten descolocados como analistas, intentando hacer pie en la «realidad», en la «verdad» (representada, en un caso, por un colega; en el otro, por una guía telefónica). La mentira, lenguaje engañoso dirigido al crédulo, asoma aquí su faz de promotora de desquicio en el otro, de arrasamiento psíquico, de ataque al pensamiento.(7)

Ambos trabajos, también, cada uno a su modo, lidian con los problemas de la relación mentira -fantasía y el efecto de aquella en quien es mentido. En O’Shaughnessy, la mentira se articula en una transformación de pasividad en actividad omnipotente y (aunque no está dicho en estos términos), en una escisión yoica que acerca la problemática de la creencia –el «ya lo sé, pero aun así…»– (O.Mannoni, 17). En Bollas, la mentira sería una metáfora que modifica de modo omnipotente la realidad, que confirma al mentiroso en «la creencia de que puede hacer de la realidad lo que desee».

La imposible unidad

Desearía detenerme aquí y centrar algunos aspectos.

  1. Si el decir y la intención son piezas claves en la definición de mentira, metapsicológicamente hablando, la anotaríamos en el registro conciente–preconciente. Pero no todas las mentiras, al parecer, se ajustan a este modelo.¿Cabe pensar en una gradación, uno de cuyos extremos sería la mentira fríamente premeditada, hasta ensayada, y el otro la mentira compulsiva, aquella del sujeto que abre la boca y miente? En una punta, Diego Rivera, a quien Frida Kahlo decía irónicamente: «que ni una verdad manche tus labios» o el paisano aquel del cuento de Landriscina que era tan, pero tan mentiroso, que cuando decía una verdad pedía perdón. En la otra, el príncipe maquiavélico y su ajedrez del poder. De un lado, la mentira cínicamente urdida; del otro, una fantasía que pugna por hacerse realidad a través del relato, un cumplimiento de deseos que se efectúa con ayuda de otro.
  2. Todas las concepciones psicoanalíticas se ven obligadas a conceptualizar, en el entorno de la cuestión, la no menos esquiva y difícil de «verdad». Me parece cuestionable la idea freudiana de la «naturalidad» y la «mayor comodidad» de la verdad, o la de Bollas, quien habla de una «actitud convencional de decir la verdad», que sería violentada por la mentira.A menos que hablemos de una mayor comodidad en la emergencia de la verdad «del inconciente»; allí sí, el aforismo de que los niños y los locos la dicen encuentra su vigencia. Pero mentamos otra cosa cuando hablamos de un «decir la verdad», referido, la mayoría de las veces, al reconocimiento de un acto que evidencia un conflicto con las formaciones ideales. Este «decir la verdad» referido a la aceptación de un mandato ético, que debe ser internalizado; propuesto desde los padres y la sociedad al niño, se sitúa en una frontera oscura y problemática. La exigencia de siempre decir la verdad, puede ser pensada como un ideal bifronte. En una cara, ideal de panóptico, dificultad para la constitución del ámbito del pensar, delirio del aparato de influencia y también posibilidad de vehiculizar la agresión hacia otro, bajo la máscara de una sinceridad sin disfraces. En la otra, ideal de sinceridad (palabra cuya etimología apunta a «intacto, natural, no corrompido»), honestidad («cuyas raíces hablan de honor») y buena fe.

    Desde aquí, tal vez , podemos entender mejor aquel axioma freudiano de las tres tareas imposibles (educar, gobernar, psicoanalizar), las que remiten a la imposible unidad del hombre consigo mismo y a la situación paradójica en que incurrimos a cada paso cuando las intentamos.

  3. Aprendemos, pues, tanto a mentir como a decir la verdad, y ambos aprendizajes –por vía de la identificación- estructuran el aparato psíquico, al Yo y/o las instancias ideales.Tanto la teoría de Lacan del Yo como sede del engaño, como artefacto de desconocimiento (15 a, b), como la de Winnicot del falso y del verdadero self, (22 ) se esfuerzan por capturar esta alienación del hombre en el otro, auténtica bisagra conceptual que permite pensar en el paso de lo social a lo individual.

    Pienso que en ambas teorías, sin embargo, la noción de mentira subsiste, quedando, en cierto sentido, complejizada.

    Lacan, abordando la paradoja del mentiroso y estableciendo la diferencia entre el yo del enunciado y el de la enunciación, mantiene la posible «intención» del mentir como un aspecto yoico, que se inscribe en el primero. En Winnicot, falso self no es equivalente a mecanismos defensivos, aunque puedan superponérsele, y la «mentira» es teorizada en tanto síntoma de la «tendencia antisocial». Prosiguiendo en la línea de pensamiento winnicotiana, Bollas afirmará que la mentira es un intento de desmentir un trauma y corresponde a una función del falso self.

  4. Hay un otro de la mentira, como hay un otro del chiste. En ambas situaciones, ese otro es pieza fundamental de la situación. Creo, sin embargo, que entre ambos son más las diferencias que las semejanzas.

Para el chiste, Freud señaló dos «otros»: aquel a quien se le cuenta, y el otro (ausente o no), destinatario de la agresión hostil o sexual. Allí donde la represión ha coagulado, se instaura una situación placentera de dos que comparten el momento fugaz de su quiebre, un instante de chispeante verdad cuyo camino es el lenguaje utilizado de un modo creativo.

Para la mentira, señalaría dos momentos o dos posiciones fantasmáticas del otro. Mientras aquella se sostiene, el objeto del engaño (engañar significa etimológicamente «burlar»), será un testigo fascinado o impotente, un crédulo que no percibe las incongruencias o las minimiza. Sea que la credulidad se quiebre, que la mentira se revele tal por alguna circunstancia o por un tercero (el mentiroso rara vez la reconocerá), el otro pasará a ocupar el lugar de cómplice o encubridor, víctima de una situación tramposa, o bien se vivirá a sí mismo como copartícipe de una «folie à deux», cuya ruptura lo sumirá en una angustiosa confusión y en el sentimiento de haber sido traicionado.

Desearía sugerir que el otro de la mentira tiene, también, una función de «memoria» del mentiroso. «El mentir pide memoria», dice el refrán español. En lo manifiesto, el dicho parece referirse a lo obvio: quién miente, si no quiere ser descubierto, tendrá que tener presentes sus mentiras. Pero quien oye sus mentiras y les confiere estatuto de verdades, las tratará como tales: el cuento adquirirá, entonces, un espesor que se irá tejiendo entre dos; a cada pregunta del crédulo (cf.Bollas) el mentiroso responderá con otra mentira.

Cambia también y mucho el lugar del lenguaje. Prácticamente, todos los trabajos que hemos leído coincden en señalar la perversión de la comunicación, el ataque al pensamiento del otro, la utilización de las palabras como cosas, o los distintos matices en que el lenguaje es alterado, infiltrado de un afecto excitado. Diría: más que un relato, una mentira es un engaño que con palabras se le hace a otro.

… E historias

Permítaseme decir que creo que la articulación del psicoanálisis a lo social y lo político, o los balbuceos que se puedan hacer en este sentido, siempre padecen –más aun que otros textos- de una cierta incomodidad. Incomodidad que, empero, no ha frenado el interés con que los psicoanalistas intentamos, una y otra vez, el abordaje de aquellos hechos que -desde la política, la religión, la literatura o la historia- no cesan de interpelarnos. Si no lo hiciéramos así, no seríamos fieles al espíritu freudiano.

No he podido encontrar el lugar donde está escrito que Enrique Jardiel Poncela definió a la Historia como «la mentira encuadernada». Tengo bien fundadas sospechas de que los historiadores no concuerdan con esta definición. Mucho han discutido ellos sobre las bases de su disciplina: una de estas discusiones versó sobre la diferencia existente entre preservar el recuerdo del pasado e inquirir críticamente acerca de él. Esta indagación «métodica y crítica» (16) estaría destinada a separar lo legendario y mítico de los aconteceres reales, cuyas causas y efectos sí serían objeto de teorización. La historia, así concebida, habría surgido en Grecia y, como tal, solo habría existido en el ámbito de la cultura greco-latina. Parece claro el sesgo ideológico y prejuicioso que esta concepción muestra. Ella fue, efectivamente, utilizada para descalificar las elaboraciones históricas de los pueblos no europeos.

Entre las historias así descalificadas se encuentra la perteneciente a una cultura americana, cuya riqueza y elaboración nos resultan admirables: la de los mexicas. En México, la lengua náhuatl poseía la palabra «Tlatollotl», voz colectiva que significa «palabras o discursos», tanto como «esencia de la palabra o discurso». (16) Su peculiaridad consiste en que se utilizaba no para un conjunto cualesquiera de palabras o discursos, sino para aquellos destinados a rememorar el pasado. «En este apuntalamiento a lo pretérito radicaba la esencia de la palabra, que así se convertía en memoria». (16)

Estas palabras-recuerdo eran conservadas para que las nuevas generaciones pudieran aprenderlas y apropiárselas; trasmitian esta enseñanza en sus centros educativos: de ciertos hombres o dioses escribían «se oirán sus palabras recuerdos». Tuvieron, también, personas encargadas de este oficio de memoria: los «tlatollicuioani», literalmente «el que pinta o pone por escrito los mitos recuerdo».(16)

Confrontados a una cultura sofisticada y con siglos de desarrollo, los españoles no sólo la arrasarían, sino que llegaron a negar los registros históricos previos y más aun, esta «negación gratuita» (16) se extenderá hasta las crónicas que fueron elaboradas por testigos indígenas presenciales y participantes de los propios hechos de la conquista. Los textos serán, pues, inicialmente destruídos, y luego soslayados o negados en su existencia, para posteriormente ser descalificados en tanto no ajustados al criterio de qué es «la historia».

Comparemos esto con lo acontecido en 1428: ese año los mexicas y sus aliados derrotaron a los de Azcapotzalco, de quienes, hasta ese momento, eran tributarios. Derrotados los dominadores, instaurado el poderío de los nuevos señores, los códices de unos y otros son reescritos y/o destruídos. «Era, pues, necesario reinterpretar el pasado (…), había que establecer otras palabras-recuerdo y cambiar el contenido de los códices. (…) Se reunió lo que se calificó entonces de falso y se hizo la quema de los libros de pinturas que no convenía conservar».(16)

En las palabras del Código Matritense de la Real Academia: Se guardaba su historia. Pero entonces fue quemada. Se juntaron los señores mexicas, dijeron:

–No conviene que toda la gente conozca las pinturas. Los que están sujetos, los hombres del pueblo, se echarán a perder y andará torcida la tierra, porque allí se guarda mucha mentira y muchos en ellas han sido tenidos falsamente por dioses.»

Así, la historia escrita reflejará «la imagen que los mexicas querían tener de sí mismos», (16) se suprimirán los datos que no concuerden con ella, y otros, por el contrario, serán realzados.

Saltemos ahora en el tiempo: en la época estalinista, la historia de la revolución rusa se reescribe, sin que una sola vez se mencione que alguien, de nombre León Trotski, ocupaba, en su transcurso, la jefatura del Ejército Rojo. (5)

Los historiadores dan su explicación para esto: señalan que la legitimidad del presente se asienta en el pasado, que es el sustentador de prácticas sociales, valores y códigos morales. «Ese uso social del pasado, hace de la historia un arma para el ejercicio del poder». (9)

Si esto es así, el dicho de que «la historia la escriben los vencedores», deberá ser tomado al pie de la letra: el que vence, detenta el poder y desde allí, narra. Narra para consolidar ese poder que logró, para perpetuarlo. Esta historia se prolongará en el tiempo, hasta que, en algún momento, la «verdad», la otra historia, se abrirá paso.

Archiconocida es la fórmula de Goebbels: repetir cien veces una mentira para transformarla en verdad. ¿Podríamos nosotros, psicoanalistas e historiadores, plantearnos algunas preguntas sobre esta fórmula? ¿Qué mentira, repetida cien veces, tiene mayores probabilidades de ser tomada por verdadera? ¿Cómo opera el poder para imponer (o, al menos, intentar hacerlo) ese olvido, condición básica para desplegar la mentira subsiguiente, requisito necesario para inventar otra memoria?

Nuevas preguntas

Partiendo de los aportes teóricos anteriores, quisiera proponer algunas reflexiones sobre estas preguntas.

  1. La manipulación omnipotente a que es sometida la historia se encarna, en la realidad, en un gesto (destrucción de los códices, quema de libros) que convoca la idea de una manipulación mágica. Simbólicamente, este gesto mágico parece un ritual para conjurar el olvido: ¿así como se destruyen los códices, así como se borran los nombres de los protagonistas de la historia, así, también, se pretende borrar las huellas del pasado en la memoria de los otros?Este primer tiempo ¿podríamos pensarlo cono instauración social de un mecanismo isomorfo a la alucinación negativa o la desmentida? ¿Se trata de que se deje de creer en aquello que se cree y/o se deje de percibir lo que se percibe?
  2. El segundo acto será el intento de construir otra memoria, escribir otra historia. Acto de lenguaje, por tanto, acto sin inocencia posible. Si el «don de la palabra», como Bion (7) acertadamente ha escrito, tiene tanto el propósito de esclarecer o comunicar el pensamiento como el de encubrirlo o falsearlo, ¿qué le sucede al lenguaje en este segundo caso? ¿Podemos pensar que las palabras transitarán indemnes por estas experiencias, que pueden durar siglos, de ser utilizadas como portadoras del odio y del miedo? ¿De dónde han brotado y hacia dónde se encaminan, por ejemplo, las palabras «limpieza étnica» que encubren–develan el genocidio de pueblos enteros?
  3. En esta otra historia, es posible rastrear la gravitación de una imagen ideal, narcisista, tentada estoy de escribir el Yo Ideal megalómano de quienes acceden al poder. Piénsese en los mexicas, subvirtiendo los ciclos míticos que, en sí mismos, contenían el germen de su propia destrucción e introduciendo la idea de que a ellos –y solo a ellos- les correspondía el poder alargar indefinidamente el ciclo en que vivían; o en la idea nazista de un plan, calculado en milenios, para que el pueblo alemán culminara su dominación del mundo. O, más cercanamente, el dicho del general argentino, R. Camps: «Soy como Dios: el que me ve, muere». Esta reescritura de la historia produce efectos. En el caso de los mexicas, Miguel León –Portilla los describe con el adjetivo «imprevisibles». Como psicoanalista, no he podido menos que especular acerca de efectos identificatorios.
  4. ¿Qué factores determinan ese tiempo que Freud teorizara en «Moisés y el monoteísmo» como de «latencia», similar al que la represión instaura en la historia individual, de la verdad histórica?

Esbozaría aquí dos hipótesis. Para quienes han mentido, la imposibilidad de reconocer la mentira, imposibilidad ligada a la de reconocer motivaciones inconcientes, que son vividas como atroces e inhumanas, cuando cae el ilusorio marco de legalidad que las sostenía. Para quienes han padecido la mentira, marcas o huellas en la constitución de las estructuras superyoicas, cuya modificación es lenta y dificultosa.

Mientras escribía esto, me alcanzaron los datos de una encuesta realizada a cincuenta adolescentes de secundaria de Buenos Aires, que conmovió al ámbito educativo argentino (revista «La maga»). Sus resultados mostraban un «no saber» flagrante: 70% desconocía el «Nunca más», 82% ignoraba qué había sido la Triple A y qué papel había jugado en la guerra sucia argentina. Intentando dar una explicación a estos resultados, una profesora señalaba: los docentes, pese a no ser ya fiscalizados por nadie (antes lo eran por supervisores delegados por el régimen para fiscalizar que no se hablara de nada inconveniente), no consiguen ubicarse en el papel de autoridad académica en el aula. Sólo pueden –aunque ahora tendrían la libertad de hacer otra cosa- «cumplir con el programa». Y definía así la situación: «todos tenemos al supervisor dentro…»

Ciertamente, el «no saber» de los adolescentes es ruidoso (¿cómo deberíamos pensarlo?), pero también las palabras de la profesora pesan: ¿qué nos queda dentro, luego de una experiencia dictatorial? ¿Cuál es el «programa» que, sin saberlo, cumplimos?

Notas