Fragmento de la novela Los puentes Magnéticos
Ignacio Molina
Editorial Entropía Buenos Aires, 2013
El departamento del último piso del edificio de enfrente parece deshabitado: la persiana está completamente baja y en el balcón terraza hay una maceta con una planta seca y una reposera de playa con los caños oxidados. Imagino el olor a encierro en todos los ambientes, el goteo de la canilla del baño dejando surcos en la losa y las cuentas y los sobres acumulados en el parquet.
Dos pisos más abajo, en el octavo, un chico de unos diecinueve años, en calzoncillos y remera negra de Los Ramones, abre la puerta de vidrio corrediza, sale al balcón y descuelga un pantalón del tendedero. Enseguida vuelve a entrar, y por un rato sólo le presto atención al ruido de la ducha y a la respiración del ovejero alemán que duerme a dos metros de mí. En el séptimo, una mujer vestida de empleada doméstica riega las plantas y barre el balcón. Esto es algo que nunca pasaría en Parque Patricios, pienso: ninguna mujer vestida así saldría al balcón un sábado a la mañana.
Es la segunda vez que estoy en lo de Javier, un monoambiente cerca del límite entre Once y Barrio Norte. La primera fue el miércoles pasado: después de mirar una película y de comer en una pizzería, él me besó mientras esperábamos que un semáforo de Corrientes cambiara de luz y me preguntó si quería que fuéramos a su casa. Aunque se la adelanté con la mirada, tardé una cuadra más en decirle la respuesta.
Ahora el chico del octavo vuelve a salir al balcón. Sigue descalzo pero, en vez de la remera negra y los calzoncillos, tiene una camisa blanca y unos pantalones azules. Prende un cigarrillo, apoya los codos sobre la baranda y se pone a fumar. Enseguida sale otro chico con la remera de Los Ramones y noto que son dos personas diferentes; podrían ser mellizos. Recién cuando uno de ellos me mira y codea al otro, me doy cuenta de que estoy completamente desnuda. Entonces doy unos pasos hacia atrás y me dejo caer sobre la cama deshecha.
Javier sale del baño. Lleva a la cocina la bandeja del desayuno y con la toalla atada a la cintura, después de secarse, se queda un rato mirándome en silencio. Cuando estoy segura de que va a tirarse encima mío, como hizo hace una hora, me dice que lo perdone pero que tiene que sacar a dar una vuelta al perro. Mientras se viste me dice que en un rato vuelve y que use el baño tranquila, como si estuviera en mi casa.
Media hora después, ya bañada y cambiada con la ropa que había llevado en la mochila, subo al auto de González, uno de los actores de Los puentes magnéticos, para ir al asado de festejo por la película. Javier va en el asiento del acompañante y yo en el de atrás, al lado de una chica que colaboró en la producción. González tiene alrededor de cincuenta años y es muy simpático. Su cara me suena familiar pero hasta que subimos a la autopista no me animo a preguntarle en qué telenovela puedo haberlo visto.
El asado es en Parque Leloir, en la casa del productor ejecutivo de la película, un abogado millonario y fanático del teatro que empezó financiado obras independientes y que ahora, por primera vez, se metió en el mundo del cine. A medida que avanzamos hacia el oeste el día se va poniendo cada vez más soleado. Los momentos más placenteros del viaje son cuando nadie habla, se escucha la música y el ruido del motor y todos miramos por las ventanillas hacia lugares diferentes.
Parque Leloir es totalmente diferente a como lo había imaginado. Es un barrio residencial mucho más parecido a los de esas series norteamericanas de chicos ricos que al de la zona del club de Emiliano en San Isidro. La casa de Ricardo, el productor ejecutivo, es casi una mansión. González estaciona a media cuadra y caminamos por un sendero de piedritas hacia el quincho donde ya se juntaron algunos invitados.
El Bicho me recibe con un abrazo y enseguida me presenta al dueño de casa, que me saluda diciendo Camila en voz muy alta y alargando la i, como si me conociera de toda la vida, y me felicita por mi papel. Yo me pongo colorada y no sé qué decirle. Calculo que Ricardo es mayor que González pero que, por su forma de hablar y de vestirse, pretende aparentar ser mucho más joven. Me dice que después hablamos y sigue saludando a los que llegan.
Cerca del quincho, a la sombra de un árbol, hay una mesa muy larga con mantel blanco, ensaladas, aderezos, vasos y botellas de vino. Al lado hay un barril con hielos y botellas de gaseosa y de cerveza. A unos veinte metros de ahí hay una pileta de natación vacía con hojas secas adentro. Entre los invitados descubro el pelo rubio de Ximena; hasta que no se acerca a saludarme, no me saco el miedo de que haya venido con Rodrigo.
El asado es, en realidad, hamburguesas a la parrilla. Cuando empiezo a comer me doy cuenta de que, de alguna manera, me estoy cobrando las hamburguesas que se me descongelaron y tuve que tirar el día de la grabación en el puente de Brasil. Me propongo comer tres para recuperar todo y recién logro hacerlo un par de horas más tarde, gracias al hambre que me da la marihuana que, sentada en el interior de la pileta, fumé con el Bicho, Ximena y dos chicos más. Mientras todos hablaban de sus proyectos, yo imaginaba que en cualquier momento Ricardo iba a empezar a llenar la pileta sin darse cuenta de que estábamos adentro.
Apenas el sol pierde potencia, empieza refrescar. Ximena y yo vamos al living a buscar nuestros abrigos y después salimos a dar una vuelta por el barrio. Recién cuando me dice que su mamá vive a unas veinte cuadras, me doy cuenta de que estamos cerca de Castelar. Me comenta que ella tenía varias amigas “de plata” que vivían por acá y, entre las tres o cuatro anécdotas que relata, hay una que sé que me voy a acordar para siempre. En una esquina me dice que crucemos la calle, se apoya con las dos manos en el tronco de un árbol y me cuenta que una vez, con un novio, fueron a una fiesta por acá, que en la mitad de la noche salieron a caminar y que en esta cuadra empezaron a besarse y terminaron teniendo sexo contra ese árbol. Estuvo muy bueno, no hay nada que me guste más que me garchen en espacios reducidos, me dice. Yo la escucho con una sonrisa, haciendo un esfuerzo por no ponerme colorada.
Cuando volvemos a la casa ya es casi de noche. En la mesa larga ahora hay porciones de torta, facturas y termos con café, y todos están mucho más abrigados que al mediodía. Ricardo da la parte final de un discurso. Las últimas palabras que alcanzo a escuchar, antes de los aplausos, son: “por muchos más proyectos en común”. No me doy cuenta de si le patina la lengua porque está emocionado, borracho, drogado, o las tres cosas a la vez.
Una hora después los invitados empiezan a saludarse entre sí. A mí me gustaría volver en el mismo auto que Ximena, pero cuando voy a despedirla me entero de que se va a dormir a la casa de su mamá; recién en ese instante me doy cuenta de que no hablamos de Rodrigo en ningún momento. Vuelvo con los mismos acompañantes que a la ida, y durante casi todo el viaje me pregunto qué voy a decirle a Javier cuando González nos deje frente a su casa.