A cinco días del A.S.P.O.

Skype y extrañeza

Alberto C. Cabral, APA

Estamos viviendo un momento muy particular: uno de sus rasgos es que tendemos a transitarlo en una atmósfera oniroide. Es habitual escuchar el comentario de estar viviendo estos días de aislamiento “como en un sueño”… cuando no en una pesadilla. Hemos abandonado abruptamente nuestras rutinas cotidianas, y nos cuesta aun reconocernos en hábitos que -si bien pertinentes y necesarios- han restringido notoriamente la riqueza y la diversidad de los vínculos y de los escenarios que habitamos.

Nuestro mundo ha perdido su condición Heimlich (familiar, conocido) y se ha tornado bruscamente Unheimlich (no familiar, desconocido). Su extrañeza nos contagia e intentamos, a tientas, re-acomodarnos: nos llevará seguramente un tiempo lograrlo. Mi impresión es que el modelo óptico de Lacan puede ayudarnos a captar la microscopía de esta conmoción. No es ahora el momento de desplegar sus sutilezas: pero es la referencia implícita con la que voy a intentar -mediante una analogía- aprehender algunas de las coordenadas de nuestra circunstancia actual.

Todo ocurre como si estuviéramos viviendo, en pocos días, el terremoto subjetivo que un adolescente “clásico” atravesaba en el curso de meses -a veces años- inquietantes, en los que ya no lograba reconocerse en las rutinas, la imagen, el cuerpo, y las urgencias del niño que fuera hasta entonces.

Nuestra situación es análoga, pero más desfavorable: es que se aproxima más a la del adolescente “actual”. El “clásico”, en cambio, contaba con el sostén simbólico de padres e instituciones. Ya Durkheim –a comienzos del siglo XX– señaló sus limitaciones, exacerbadas en nuestra época, en particular en los sectores más vulnerables del armado social. Pero en líneas generales sus referencias simbólicas lo alojaban y contenían, haciendo más vivible la complejidad del tránsito que tenía por delante.

Nuestro escenario, en cambio, ha sufrido –sin anestesia, a diferencia del adolescente “clásico”; y en pocos días, a diferencia del “actual”– un recorte y un aplanamiento abruptos, que interfieren el despliegue de aquellas rutinas en que nos reconocemos. Se desdibujaron los parámetros cotidianos que brindaban sostén simbólico y sentido a nuestra existencia: despojados de nuestro libreto habitual, la habitamos -en grados variables- como autómatas.

Seguramente nosotros, analistas, no alcanzamos a vislumbrar el desamparo (hilflosigkeit) que supone para un “entrepreneur” criollo asistir al quiebre de su precaria cadena de conchabos. Aun cuando sí sabemos que ese es el impacto que está sufriendo el 40% de la fuerza de trabajo –“informal”, es su designación técnica– de nuestro país.

Nuestras tribulaciones como analistas son otras: y no por medrar más allá de la insatisfacción de necesidades básicas, debieran por ello ser minimizadas. Es que el sufrimiento es una variable que se sostiene en significaciones subjetivas, válidas para cada quien, y que no responden a parámetros objetivos y cuantificables.

Ajustemos entonces el lente de nuestro zoom. Somos muchos los colegas que hemos decidido -en los últimos días y casi sin mediar una transición- continuar nuestro trabajo por medios virtuales (Skype, Whatsapp). Parece existir una suerte de convalidación colectiva de este cambio (la IPA acaba de enviar un tutorial orientador al respecto), que ha relegado hasta nuevo aviso la condición presencial del encuentro analítico.

Resulta interesante cotejar esta respuesta rápida a los desafíos impuestos por el Coronavirus –y sobre todo la aceptación casi unánime que está obteniendo– con las objeciones y cuestionamientos de muchos colegas ante los riesgos que para ellos suponía la introducción de modalidades tecnológicas novedosas que “distorsionaban” un dispositivo tradicional… cuya observancia (una rutina, al fin) les permitía reconocerse como psicoanalistas.

¿Será, como decía Quevedo, que “la necesidad tiene cara de hereje”? Quizás este momento inquietante que atravesamos nos brinde la posibilidad de reconsiderar –más libres de anteojeras– qué es lo que determina la especificidad de nuestra práctica. La respuesta espontánea de la gran mayoría de nuestros colegas parece sugerir que no estriba en la fidelidad canina a un dispositivo formal, por “clásico” que se reclame. Pero una cosa es consentir un cambio desde la convicción de preservar la autenticidad de la práctica… y otra cosa es hacerlo con la convicción –amarga e íntima– de desvirtuarla, pues solo se la concibe sujeta a un formato excluyente.

Será importante estar atentos a cómo vamos procesando este desvío del standard… en una práctica –para muchos– rebelde a la standardización. Tengamos presente la observación de Freud en relación al juez libertino que, por efecto de la formación reactiva, puede convertirse en severo e implacable en el ejercicio de su función. Quien en su fuero íntimo se vive como transgresor, puede convertirse en un guardián feroz de la ortodoxia.

Alberto Cabral

Alberto Cabral