La otra escena de la escena de ficción
Patricia Licciardi, GEA
El psicoanálisis ha tomado nota de las grandes novelas y/o mitos como Hamlet, los hermanos Karamasov, Edipo rey, entre otros, y se ha nutrido de ellos para conformar su texto teórico.
Así Freud concibió el Complejo de Edipo, apoyándose en la tragedia de Sófocles. En este sentido el mito aparece como una historia anticipada, o tomando a Borges, se ofrece como escena que aguarda a un hombre para que la haga propia, aunque desconociéndola.
Por otro lado, los poetas dan a luz criaturas que se pueden corresponder perfectamente con los conocidos historiales clínicos.
La literatura y el psicoanálisis tienen reservados sus propios campos, pero se encuentran en un lugar común, allí donde se corre el velo de algunos enigmas de la condición humana, su malestar, su angustia, su contradicción.
Y ese desciframiento lo logran analista y poeta, siendo peregrinos de la palabra. Si bien la realidad es escurridiza y no puede terminar de ser dicha, la palabra del analista y la pluma del escritor rescatan el valor de la realidad psíquica, subjetiva, ese escenario interno poblado de personajes.
El gran texto del psicoanálisis es la clínica y el relato del paciente acude a una memoria de ficción, porque eso que se dice no se corresponde unívocamente con la experiencia real vivida, se transmite algo que se ha perdido, se ha transformado. Retazos de la novela familiar, fragmentos de recuerdos.
La metáfora constituye la herramienta fundamental de los poetas, pero también del inconsciente que produce velos y transformaciones, síntomas y sueños. Enriquece no sólo los valores estéticos, sino semánticos, porque produce nuevos sentidos. Vela un contenido, pero a la vez lo transporta a un lugar donde puede ser comprendido de otro modo. Y en esto radica su valor para el psicoanálisis, y su eficacia.
Hemos hecho un breve trazado atravesando tres dimensiones: lo real, los tropos literarios y la realidad psíquica como escenario subjetivo, que están muy bien representados en el poema de Borges, “El Otro Tigre” (El Hacedor, 1960).
Pienso en un tigre. La penumbra exalta
la vasta biblioteca laboriosa
y parece alejar los anaqueles;
fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
él irá por su selva y su mañana
y marcará su rastro en la limosna
margen de un río cuyo nombre ignora
(en su mundo no hay nombres ni pasado
ni porvenir, sólo un instante cierto).Y salvará las bárbaras distancias
y husmeará en el trenzado laberinto
de los olores el olor del alba
y el olor deleitable del venado;
entre las rayas del bambú descifro,
sus rayas y presiento la osatura
bajo la piel espléndida que vibra.En vano se interponen los convexos
mares y los desiertos del planeta;
desde esta casa de un remoto puerto
de América del Sur, te sigo y sueño,
oh tigre de las márgenes del Ganges.Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
que el tigre vocativo de mi verso
es un tigre de símbolos y sombras,
una serie de tropos literarios
y de memorias de la enciclopedia
y no el tigre fatal, la aciaga joya
que, bajo el sol o la diversa luna,
va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
su rutina de amor, de ocio y de muerte.Al tigre de los símbolos he opuesto
el verdadero, el de caliente sangre,
el que diezma la tribu de los búfalos
y hoy, 3 de agosto del 59,
alarga en la pradera una pausada
sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
y de conjeturar su circunstancia
lo hace ficción del arte y no criatura
viviente de las que andan por la tierra.Un tercer tigre buscaremos. Éste
será como los otros una forma
de mi sueño, un sistema de palabras
humanas y no el tigre vertebrado
que, más allá de las mitologías,
pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.
Tigre real que surca las márgenes del Ganges, que nace de las memorias de la enciclopedia, independientemente de que alguna vez se haya visto alguno.
El tigre que al ser nombrado se hace ficción de arte, tigre simbólico que las palabras evocan y convierten en una metáfora.
Y el tercer tigre, que como dice André Green (La Desligazón, 1992. Pág. 386-87), no es el real, sino un “tigre perdido”, el de las pulsiones que acechaban sus pensamientos en la infancia. Y ese tigre, al convertirse en poeta y pegar el salto sublimatorio, queda siempre rechazado por el tigre de los tropos literarios.
“El otro tigre, el que no está en el verso”, es del que nos ocupamos los psicoanalistas, no camina libremente en el campo de las letras de los poetas, pero está su huella, se invoca, se busca, aunque esté perdido y rechazado.
Del mismo modo que en los síntomas, la ficción literaria conlleva una tensión, aunque su opacidad torne difícil su descubrimiento.
El arte analítico permite bucear esas profundidades y extraer algo de la verdad de esa tensión y que como en la expresión literaria, es un decir que se sitúa del lado de la finitud, del saber sobre la falta, del malestar frente a la renuncia pulsional. El escritor elige las palabras para que esa verdad se revele en cierto modo, pero disfrazada y allí radica su capacidad como artista. Uno de los caminos para lograrlo es la metáfora, responsable de que los elementos originales vistan otros ropajes.
La isotopía de todo texto, permite una coherencia de campos semánticos solidaria a una unidad temática y en este sentido conviven en el poema de Borges el tigre real (que evoca la enciclopedia), el de los tropos literarios y aun el pulsional a quien se busca y deja su rastro en los rasgos de bravura y vitalidad que realza la metáfora.
Figura que se constituye en uno de los escenarios por excelencia, donde puede montarse la otra escena de la escena de ficción.