Literatura y psicoanálisis: Silencio de muerte

Por Florencia Canale

“Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen. No es verdad. Puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos más triviales, sigan como un letargo durante muchos años, latiendo débilmente en un rincón de la memoria, esperando una segunda oportunidad de regresar al presente para aumentar y corregir lo que no quedó del todo claro en su momento, y a menudo con una elocuencia y un alcance significativo que exceden con mucho a los que tuvieron en su origen.” Frases más, sintagmas menos, así empieza Luis Landero Lluvia fina (Tusquets, 2020).

En esta, la última novela del escritor español, se nos introduce a un universo desesperado y desesperante donde lo dicho y su ausencia empujan a una familia hacia el abismo. La matriarca cumple 80 años y el hijo varón planea la celebración. Convoca a sus dos hermanas y a su mujer para la organización, y a la vuelta de página todo anuncia lo que vendrá. Es a través de Aurora -la mujer de Gabriel y cuñada de Sonia y Andrea –que es quien escucha, aquella que trata de contemporizar sin juzgar, que el relato se ordena y va hacia adelante. Los familiares en cuestión nunca se dicen, es Aurora la mediadora de cada relato, a ella le ofrecen (se ofrece) un sinfín de horrores a los que fueron sometidos desde su lejana infancia. Y en un continuo de dichos expulsados crece la sensación de frontera lábil entre la ficción y la realidad, la pulsión y la razón, la cordura y la locura. Esa trama arrebatada que pone en peligro a protagonistas y lectores, en la que se revela la palabra “peligrosa” como una de las claves de la novela. “‘Me siento peligrosa’, piensa. Luego oye venir a gran velocidad por la calzada el luminoso estruendo, cada vez más y más cerca, hasta el instante exacto en que se dice: ‘¡Ahora!’, y avanza con decisión hacia la otra orilla de sus días, donde la espera el silencio inmortal.” Así concluye Lluvia fina, entre la sensación de peligro y la búsqueda de la inmortalidad. Sólo silencio y muerte.

La palabra que dice pero sobre todo aquello que calla, magma imperante en el mundo literario y en la clínica psicoanalítica. Materia que construye sentidos, que instituye identidades, que multiplica idearios, que sana y salva. La oralidad de la palabra y la palabra escrita, la marca en el papel, la huella en la psiquis, quien no ronda alrededor de divanes, mal poco podrá escribir. Emmanuel Carrère, el célebre escritor francés ganador del premio de la Lengua Francesa en 2011, y obsesivo consuetudinario confeso, ha sentenciado que nunca pudo abandonar su tratamiento porque, sobre todo, lo ha ayudado a no dejar de escribir.

La escritura o la vida ha sido el colchón en el que muchos semi dioses del firmamento literario han reposado. También están los otros, quienes no pueden vivir si no es con el texto a flor de piel.

Ineludible en estos menesteres es el escritor del siglo XX por antonomasia, el checo Franz Kafka, grafomaníaco de (ante la) ley. Devenido en mito destructor de su obra, cómplice de su albacea Max Brod, máquina industrial y única, Kafka hundió su vida en pos del papel escrito. El texto era su cuerpo, las palabras, su sangre. Evitó, mientras pudo, el contacto social, un auténtico sujeto confinado. Prefirió escribir una extensa correspondencia –obsesiva, laberíntica, kafkeana –con “sus” mujeres, antes que la práctica de la seducción de los cuerpos. Ensayaba allí mismo, eran las cartas su laboratorio de posibilidades. Sabía, o imaginaba, que también esos textos formarían parte de su obra. Igual que sus diarios, sus cuentos, una enloquecida acumulación de papeles y palabras que, como palimpsesto, se ordenaron en un corpus, su cuerpo.

Sin embargo, es fundamental presentar al precursor de Kafka en esta sucesión de escritores. Tras aquellas pisadas en la nieve, como el camino de migas de pan dejados por Hansel y Gretel, huella evidente de la soledad del artista, se encuentra Robert Walser. Nacido en Biel, Suiza, en 1878, hijo de padres protestantes, fue autodidacta, le costó publicar, vivió en la pobreza y, producto de una enfermedad mental, fue internado a fines de la década del ’20, durante 27 años. Al ingresar en Herisau, dijo: “Me he internado, no para escribir sino para enloquecer”. Los trastornos eran bien conocidos en la familia. Su madre sufría depresión, dos de sus hermanos esquizofrenia, uno de ellos se había suicidado. Algo olía mal en los Walser.

Su obra estuvo dedicada a mostrar hechos simples de la vida y la maravilla que estos le provocaban, como si buscara con devoción esconder la angustia feroz que lo arrasaba. En su nouvelle más destacada, El paseo (A New Directions Pearl, 2012, traducción mía) el narrador-Walser emprende una caminata y se dedica a resaltar los colores, la belleza que encuentra a su alrededor. “Viendo como creo firmemente que es, me atrevo a observar que mientras caminaba y marchaba a través de las calles más bonitas, un juvenil, tonto grito de alegría brotó de mi garganta, una garganta que apenas consideraba esto, o algo parecido, posible.”

Un flâneur irremediable –incluso encontró la muerte en una de sus caminatas diarias, en la Navidad de 1956 –Walser hizo un culto de la caminata: “Pasear… me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada…”.

Su estilo fue único. Miniaturista en el sentido más literal. Escribía con lápiz, en papeles de distinto tamaño y textura, con una letra de 1 a 2 milímetros de altura. Como si hubiera querido compactar el texto, encorsetar el relato, apretar las palabras, esa letra diminuta que encierra el encierro narcisista, escribir para sí, no hacerlo para otro, la consagración del propio encierro, más allá del asilo.

El cuerpo muerto de Robert Walser, de cara a la nieve y tras la huella que había dejado su caminata, fue encontrado por unos niños. Algunos años atrás, parecía haber anticipado su muerte en la novela Los Hermanos Tanner (Siruela, 2016): “… con qué nobleza ha elegido su tumba. Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos por la nieve. No quiero avisar a nadie. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan. Es la mejor música para alguien que no tiene oído ni sensaciones”.

Tantas veces se ha señalado a los libros como un arma peligrosa; incluso se los ha quemado en piras públicas a través de los siglos, suponiendo que de ese modo podrían incinerarse las ideas. Cuánto más acechante es el silencio.

*Escritora. Periodista. Pasión y Traición, su primera novela publicada en 2011 es un gran éxito editorial con más de 10 ediciones publicadas. Publicó, además, Amores Prohibidos, Sangre y Deseo, Lujuria y Poder, La hora del destierro, Salvaje y el año pasado, La Vengadora.