Jóvenes que asesinan

Dilemas actuales ante la Ley y la Autoridad

Dra. Mirta Goldstein, APA

La portación legal de armas y por lo tanto el uso indebido de las mismas, ya es habitual en muchos países. Las armas están en los hogares y para los más jóvenes son de fácil acceso. Saber de qué modo funcionan ya no es algo reservado a los adultos por lo tanto cada vez más nos enfrentamos al niño y al adolescente que asesinan. Al acceso facilitado a las armas se suman factores ambientales y culturales que exacerban la violencia en las relaciones cotidianas.

Dado que el incremento de la violencia ha dejado de ser un fenómeno local, reservado a un contexto adverso, un barrio pobre, un grupo vulnerable, no podemos pensar solamente en las causas objetivas que motivan a salir a matar sino en la combinación de factores psicológicos, familiares y sociales.

Una familia violenta prepara a los más jóvenes para la violencia. Los modelos materno-paternos generan identificaciones a los rasgos prevalecientes de los progenitores que luego se accionan con los pares o los más débiles, por ejemplo los pares con capacidades diferentes.

Están los jóvenes que asesinan por un arrebato emocional, una desacomodación en la relación entre el Yo y el otro, principalmente el otro de su misma edad que le hizo de espejo hasta ese momento y con el cual se ha roto la identificación imaginaria. Rota la identificación con ese otro, éste ha dejado de constituirse en semejante a considerar y a respetar, para convertirse en una cosa a eliminar.

Cuando cae la identificación imaginaria-simbólica con el par (el otro) no hay posibilidad de sentir compasión por él por lo cual aflora la crueldad subyacente en lo inconsciente.

La caída de esta identificación se combina con la caída de la Ley Simbólica y la autoridad en la cultura occidental y también -aunque con ropajes distintos- en la cultura oriental. Este desmoronamiento de las figuras -en primer lugar parentales y después de sus sustitutos (maestros, profesores, jefes)- cuya función es favorecer la incorporación de la civilidad, promueve un todo vale.

Los adolescentes que por esta falla en la introyección de los códigos de convivencia y solidaridad con el prójimo, no encuentran una forma de incluirse en los vínculos de pares ni siquiera en una pandilla o tribu urbana, son muchas veces víctimas de bullying por lo cual reaccionan a la impotencia y a la herida narcisista con un ataque de odio desmedido.

Ahora bien, cuando un niño o un adolescente mata, pareciera que ya no hay solución, que lo hecho hecho está; en cambio proponemos que la subjetivación de un delito es el paso imprescindible para la recuperación, la rehabilitación y la reinserción social y el primer paso también en la reparación del sí mismo.

Los jóvenes que matan de manera decidida, es decir que no lo hacen por accidente, mayoritariamente actúan como “lobos solitarios”; el estado de estupor sin inhibición de la motilidad en el que se encuentran los conduce al arrebato asesino o suicida. En algunos casos han soportado pasiva e impotentemente el agravio, la humillación y el sufrimiento psíquico por lo cual el pasaje al acto les alivia la angustia y el dolor.

La figura del lobo, ha sido retransmitida desde la Antigüedad hacia la Modernidad por el filósofo Hobbes; si el hombre es el lobo del hombre, este hombre es intercambiable y uno puede eliminar al otro.

Existen actualmente jóvenes, que ya no son lobos solitarios sino lobos adoctrinados que salen a matar y se inmolan representando a otros, por ejemplo a un grupo terrorista. Si bien las ideologías y las creencias extremas parecen ser la motivación, la verdadera causa hay que buscarla en la adhesión incondicionada al grupo: célula o franja. En estos grupos violentos canalizan no solo su agresión sino que encuentran “esos otros” con los cuales identificarse.

Los grupos para los jóvenes son sostén yoico por lo tanto la pertenencia a los mismos -y cuanto más crueles más adhesión-, pacifican la angustia pánica. No les interesa el hecho de morir sino de pertenecer y actuar en nombre de “algo”; este “algo” aunque ficticio para ellos real, es más que la carencia de sostén que sienten. La acción -matar, robar, agredir- que creen importante para el líder y sus seguidores, los saca de la nada a la cual están identificados.

Mientras se discuten las leyes sobre castigos, imputabilidad, responsabilidad y pena, estos niños pierden la vida buscando una contención a su padecimiento.

Mientras se alega que los niños y jóvenes conocen la diferencia entre el bien y el mal, entre el delito y la buena acción, se pierde tiempo para buscar y encontrar salidas a la vulnerabilidad emocional.

Un niño puede hoy manejar una computadora y la Play Station sin vacilar, pero ante la Ley y la autoridad vacila, la desafía o la desconoce totalmente.

La Ley se halla en los más nimios detalles de la vida cotidiana. Ante un semáforo en rojo nos detenemos porque el código compartido nos permite transitar sin chocarnos.

La autoridad distingue entre un maestro y un alumno, no porque uno da órdenes y el otro obedece, sino porque uno sabe y el otro aprende. Son justamente los padres los que introducen esta diferencia jerárquica en la mente de los niños cuando ponen límites a sus hijos. Pero como está ocurriendo, son los padres los que agreden a los maestros, los maestros y los mismos padres pierden su autoridad ante los más chicos.

El niño también posee un saber, por ejemplo sabe de sus fantasías, de sus juegos, del mundo que lo rodea pero necesita adquirir un conocimiento formal, reglas de convivencia, códigos de acción. Lo mismo un adolescente que ya sabe muchas cosas pero aún su cuerpo y sus afectos le requieren mucho trabajo de elaboración psíquica. Por estos motivos nuestro mensaje no es criminalizante, muy por el contrario pensamos que poner límites a un niño es la mejor vía para que se haga responsable de sus actos. Pero ¿qué límite si la palabra no alcanza?

Como sujetos de derechos y como sujetos del inconsciente, hoy la niñez y la primera juventud nos precipitan en encrucijadas que no son fáciles de resolver, por ejemplo qué perdonarles y como castigarlos, como cuidarlos y qué autonomía otorgarles, qué de su acción es síntoma y qué es manifestación del momento subjetivo que atraviesan, como ponerles límites si la palabra a veces no es suficiente, cuándo su accionar es transgresión y desafío al Padre Simbólico o cuando es travesura o juego.

Los psicoanalistas proponemos que la pena no puede servir solamente a los fines del castigo al delito, sino que debe propiciar la toma de consciencia y de responsabilidad sobre los actos cometidos en contra del semejante. Este paso es el inicio de la subjetivación de la Ley, aunque no es por sí mismo suficiente. La incorporación de la prohibición del “no matarás” supone un proceso de elaboración que la pena en sí no ofrece.

La responsabilidad que deviene de la simbolización de la diferencia entre lo bueno y lo perjudicial, lo que va de la mano de la civilidad y de aquello que ataca la civilidad requiere de la asunción del daño cometido al otro, de la transgresión que supone ese daño y de la relación entre el castigo recibido y la acción. Denominamos a este proceso “subjetivación” del delito y recuperación de la autoridad.

En tanto los jóvenes matan sin mediación de la palabra, los juicos orales, la posibilidad de confesarse, la ayuda psicoterapéutica, la inclusión en grupos de ayuda mutua, aprendizaje de oficios y laborterapia, ofrecen la posibilidad de que la palabra medie entre el impulso a matar y la acción.

El camino es sinuoso e incierto ante la gran cantidad de jóvenes desesperanzados y sin rumbo, por este motivo la unión de los agentes de salud mental, sociales y culturales es la más inteligente solución a los conflictos que enfrentamos en nuestra época.