Los territorios de la infancia, la adolescencia y la parentalidad actuales
Sobre los límites
Mirta Goldstein, APA
Es interesante la metáfora sobre los territorios para hablar de la infancia, la adolescencia y las parentalidades actuales porque la geografía nos ubica, nos contextúa y nos da pertenencia.
El territorio se define por quien lo hace suyo y le da un nombre. La infancia y la adolescencia no son solo temporalidad, etapas del desarrollo subjetivo; son principalmente la conquista de algunos espacios.
El primer espacio físico de un niño es su cuerpo separado del cuerpo de su madre. Mientras que situado en el mapa de la dependencia materna su cuerpo se halla en continuidad con el cuerpo de su madre, para delimitar un territorio con nombre propio el niño tendrá que apropiarse de su cuerpo y erguirlo en el espacio a pesar de la gravedad; deberá caminar y hablar, usar su nombre para diferenciarse de los otros y para poder decir esto es mío y esto es tuyo.
También la parentalidad es un territorio al cual algunos llegan y en el cual otros no encuentran el camino, por ejemplo, aquellos que hoy dicen: no quiero hijos.
Mientras algunos no desean hacerse cargo de lo que implica la parentalidad, otros se exceden en su autoridad provocando traumas infantiles y puberales imborrables como el abuso, y otros dejan hacer a los niños sin poder ubicar límites razonables.
Los excesos sobre los niños son siempre cometidos por adultos y por las instituciones que suponen educarlos, por lo tanto, la niñez ha corrido riesgos y seguirá padeciéndolos pues es el territorio en el cual se manifiesta el desborde social y cultural.
No hay exceso o defecto de los adultos que no afecten directa o indirectamente a los niños y jóvenes.
Así como no hay madre suficientemente buena, sino que tendemos a ello como ideal, no hay cultura suficientemente contenedora de su cría.
Somos seres de discurso por lo tanto la relación con nuestra descendencia no es instintual. La relación con nuestros ancestros e hijos está signada por la angustia y la ambivalencia.
Por lo tanto, ¿qué diferencia al territorio cultural de nuestra época de otros? La conciencia que tenemos de nuestra destructividad. ¿Es esta conciencia suficiente? No. ¿Por qué? Porque la función parental no tiene seguro de vida, no garantiza resultados, más bien es incierta.
La función simbólica del padre viene a prohibir el incesto y a contener la pulsionalidad, pero no puede evitar el desafío, la transgresión, el síntoma a posteriori.
Si hablo de territorio hablo de un sujeto que, para bien o para mal, hace lazo sexualmente social. Para mí no hay sexualidad sin socialidad ni socialidad sin sexualidad.
Desde esta perspectiva, pienso que tanto un niño como un adolescente están compelidos a conquistar y apropiarse del espacio corporal, psíquico y social y si éstos no se anudan como tres dimensiones que no pueden ir dispersas, hay patología. Estas tres dimensiones se unen, se estabilizan y equilibran gracias a una pulsionalidad acotada y erótica, gracias a la dimensión del amor recibido y el posible de dar a los otros.
La pulsión viene del Otro Parental, es contenida por el Otro Parental y encauzada por el Otro parental o por sus sustitutos. La tragedia ocurre cuando no hay pulsionalidad parental a la cual identificarse, ni amor del cual mamar lo bueno de la vida.
Es frecuente escuchar que la pulsión ataca al sujeto, pero no hay sujeto sin pulsión que despierte el deseo de vivir.
Pobre del niño que no se encuentra con una mirada o una voz de alguna madre y algún padre. No hay mayor orfandad que la carencia de una identificación amorosa.
Somos seres dependientes de una madre que despierte al mundo de lo oral y lo anal, y de un padre que introduzca al niño en la escena del mundo en la cual los significantes se dan a ver y escuchar. Estos significantes transmiten algo, ¿qué?: No solo la historia familiar y colectiva, sino el territorio de amor y deseo en que ese niño fue traído a este mundo.
Pasar del mapa materno al territorio del padre y al espacio social, es un largo trabajo psíquico. No se llega fácilmente al espacio compartido con los amigos, la pareja, los hijos.
Este trayecto tiene múltiples vicisitudes y obstáculos, y el niño con razón se siente un héroe pues si logra sortearlos, habrá encontrado su nombre inscripto en su inconsciente y un lugar simbólico en lo social.
Hacerse de un nombre en lo social ya es tarea del adolescente.
Pero los hijos tienen padres y muchas veces éstos adhieren a discursos que a la larga son perjudiciales. Tomaré un ejemplo de un hecho social muy idealizado pero que ha tenido gran influencia en los años 70 y efectos hasta hoy día.
La épica que hemos heredado de esos años comienza con la revuelta estudiantil de 1968 en París.
Los jóvenes se hicieron visibles en el espacio público y reclamaron sus derechos. Querían insertarse en el territorio social de su época. Hasta acá todo bien. Pero si analizamos profundamente y desde el discurso psicoanalítico sus banderas, encontraremos consecuencias no muy beneficiosas que persisten en nuestro tiempo. Qué ocurrió:
Un grupo de estudiantes salió a las calles proclamando el siguiente slogan: somos el poder. ¿Cómo puede un joven de entre 16 a 20 años tener en sus manos el poder si aún no ha salido a trabajar, no ha formado una familia, no ha terminado sus estudios? ¿No suena a una desmentida?
El segundo slogan era: la imaginación al poder. ¿Y lo simbólico, la ley, la palabra, dónde quedan los límites si lo que imagino gobierna la realidad sin restricciones?
¿Qué quiero decir con esto? Que, si bien los jóvenes se hicieron visibles y reclamaron por ser escuchados, las consignas tenían algo a dilucidar y hasta limitar por los adultos; al no ser rebatidos estos slogans quedaron como ideales cuyos efectos perjudiciales aún podemos observar, por ejemplo en generaciones que se sienten dueños del mundo, que invirtieron la pirámide del saber, el respeto y el reconocimiento, que derribaron muchos códigos necesarios para la convivencia, etc.
Estos discursos los compramos los adultos y si no podemos reconocer el grado de omnipotencia y desmentida que implican, somos cómplices de lo que les ocurre a los jóvenes, por ejemplo, si un joven cree que es el poder, caerá en riesgos psíquicos.
Los relatos construyen la realidad, por ello es función de los analistas y del discurso del psicoanálisis revisar y analizar los discursos para que ejerzan menos daño sobre las nuevas generaciones. Abandonar a las generaciones en el mapa de la virtualidad sin límites, del todo vale, de las identificaciones a los héroes inmortales que desconocen la muerte, los expone a la destructividad inherente a la cultura, destructividad calificada como filicida.
¿Cuál es hoy el lugar al cual acuden desesperadamente la infancia y la adolescencia? El suicidio, ese territorio hecho de desesperanza en el cual ya no hay nombre propio ni dolor psíquico.
Cuando afirmamos que los niños y jóvenes necesitan de límites que contengan la ira, el odio, la omnipotencia, el sin miedo, solamente buscamos que las nuevas generaciones posean el recurso a la vida y renueven su sentimiento vital para no caer en la depresión.
Las parentalidades actuales oscilan entre dejar hacer lo que el niño desea y poner límites difíciles de concretar.
La parentalidad actual es difícil porque culturalmente hemos adoptado estándares de excesos a los cuales no podemos enfrentar adecuadamente.
Estos excesos se convierten en defectos de la función parental.