¡Ser feliz!
Jaime Szpilka, APM
Estoy releyendo tres libros al mismo tiempo. Uno de Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad, una bellísima biografía novelada de uno de los grandes escritores de nuestra época, que nos reconcilia con todo lo mejor que se puede imaginar para una convivencia amable y decente en la absurda lucha en el medio Oriente.
Otro de Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos, que nos introduce con anécdotas sencillas en el maravilloso mundo de Wittgenstein, Heidegger, Cassirer y Benjamin, en el crucial año 1929, donde las ideas más ricas de Occidente se plasman en una lucha dialéctica formidable.
Y, finalmente, una bellísima historia de Europa, de Guillermo Altares, Una lección olvidada, que parte de las figuras rupestres de Lascaux, en el Perigord de hace treinta y seis mil años hasta nuestros días, y que nos reconforta contra todo nacionalismo, racismo y estupidez aristocratizante sobre la identidad de un europeo en particular.
Los tres libros me dan placer por su humanidad, su desidealización de los grandes hombres, que sólo lo son porque también son pequeños, y por la profunda sencillez de sus enseñanzas y me están acompañando como buenos amigos en el duro y difícil confinamiento.
El confinamiento es tan inquietante porque fundamentalmente nos obliga a la peor condena, que es la de estar con nosotros mismos, sin poder escaparnos en los otros, y contradice absolutamente al famoso «el infierno son los otros» de Sartre, porque no hay peor infierno que el de uno consigo mismo, con sus recuerdos, nostalgias, culpas, reproches, decepciones, remordimientos, y sobre todo sus infelicidades.
Sobre esto último un rayo de luz salvador apareció en el maravilloso e inteligente humor que pude recoger volviendo a ver una espléndida película de Woody Allen, Deconstruyendo a Harry. El protagonista, un escritor desestructurado, Woody Allen mismo, viaja en un coche junto a su hijo adoptivo, una prostituta negra y un amigo muerto, que surrealistamente lo acompaña a recibir un premio honorífico en su antigua universidad, de la cual lo habían expulsado por su indisciplina. Woody Allen se queja y se queja infinitamente de sus insatisfacciones y de su infelicidad. Y en un momento el amigo muerto que lo acompaña, harto de su queja insoportable, le pregunta irritado porque se queja tanto. Woody Allen le responde: porque quiere ser más feliz, y el amigo muerto con la sabiduría total de la muerte, le contesta como un gancho directo al hígado de un peso pesado poderoso e implacable: «Estar vivo es ser feliz».
Wittgenstein, Heidegger, Cassirer y Walter Benjamin, enmudecieron aún en su grandeza, y una luz maravillosa me salvó por un instante primordial del infierno de estar encerrado conmigo mismo.
Vivir es la felicidad!!!!!
Igual esa es la grandeza del psicoanálisis, paliar nuestra infelicidad con el humor creativo del inconsciente, y el artista escondido que todos guardamos secretamente.