Mentir de verdad
Alicia Killner, Psicoanalista de APA
En el laberinto del sobrevaluado mundo googleano (allí donde se supone que todo está y todo se puede encontrar) si alguien quisiera rastrear alguna definición de la mentira que satisfaga el alma del psicoanalista, ocurre, como casi siempre, que el perro se muerde la cola. “Mentira es lo que no es verdad” y “verdad es aquello que no es mentira”. Y luego en un avance más preciso sólo sinónimos que no aclaran ni definen demasiado, engaño, embuste, etc. que hablan más de la intención que del concepto.
Definir la verdad como tal viene llevando unos 25 siglos de historia y la cuestión no parece tan sencilla. Desde Aristóteles, incluso desde antes con los sofistas, toda la filosofía parece haberlo intentado. No puedo no mentir porque decir la verdad es casi imposible.
En todo el primer período de la escritura freudiana, cuando la obsesión por la sexualidad y también por el significante hacía al maestro escribir al mismo tiempo y en dos escritorios distintos, sus Tres Ensayos sobre una Teoría Sexual y el libro sobre El Chiste, Freud dirá: «En contraposición al sueño, el chiste es el más social de los productos de nuestro inconsciente” y en ese libro nos proporciona un ejemplo chistoso que pone en juego el efecto cómico del escepticismo, o sea, la falta de confianza en la verdad. En la estación de tren de Galitzia, como cuenta el conocidísimo chiste que Freud citara, dos judíos se encuentran y uno pregunta al otro: “¿A dónde vas? A lo que el otro replica: “A Cracovia”, respuesta que enfurece al primero: “¿para qué me dices que vas a Cracovia para que yo piense que vas a Lemberg cuando en realidad vas a Cracovia? ¿Por qué me mientes?”
La pregunta es qué quiere decir aquí “me mientes” cuando el segundo no ha replicado sino con la mayor sencillez: la verdad. Va donde dice que va, cuál es entonces el chiste?
No voy a referirme aquí a la remanida demostración, muy lógica por cierto, que Lacan opera cuando dice que entre humanos, entre seres parlantes, a diferencia de los animales que sí se comunican pero no mediante la palabra, se puede “mentir con la verdad”.
En el nivel del habla siempre hay un entre dos, para sostener el discurso hacen falta al menos dos sujetos. Y entre dos sujetos sólo puede haber un pacto de y en la palabra.
El chiste es un chiste judío, (para que haya algo de lo cómico debe haber en juego “una parroquia” que implica una serie de sobreentendidos) digo que lo es por excelencia, porque es un chiste en el que aquí, más que otras veces “el judío” encarna un sujeto palabrero, un miembro del pueblo que no tiene un territorio sino apenas (o nada menos que) un libro. ¿Quién mejor que el pueblo del libro puede llevar adelante un pacto de la palabra? Y, sin embargo, el chiste con su personaje escéptico, dirá Freud, con su efecto de placer chistoso en la increencia del pacto, prueba en un punto que el pacto puede y hasta quizá debe incluir la palabra como mentirosa. Tú me dices para que yo crea cuando en realidad…
O sea tú y yo, judíos de Galitzia estamos unidos por la palabra y por tanto sabemos que la palabra miente y el tercero, el riente invocado por el relato, o bien, tú, lector, sabes que si miento es porque no tengo más remedio, aunque diga la verdad. No puedo no mentir porque decir la verdad es casi imposible. Y eso, si no fuera algunas veces trágico, pues es cómico. Después de todo mentir y reír son actos propiamente humanos.
Sobre Aristóteles que dice que la verdad es decir que lo que es, es y lo que no es, no es, y la mentira que no hace sino cruzar los términos de esta ecuación, hay que tirar la primera piedra crítica. Bien, hay un decir verdadero, siempre claro en el plano del decir, sobre un referente real. Como si lo real tuviera otra forma de expresarse que el propio decir. Lo real no miente porque lo real no habla. El viajero que va a Cracovia, que bajará allí del tren, o sea la materia del viajero y la del tren no hablan. La referencia aristotélica, la causa material, es muda. No habla pero hace hablar. Las palabras son un modo particular de tratar las cosas. Pero al tiempo que las describen, las anuncian, las develan, las examinan, las demuestran, también las velan, las encubren, las disfrazan y las ocultan.
Entre mentira y verdad la oposición no aparece tan clara. Más bien hay un cierto continuum entre ambas que como hecho de lenguaje instalado e instalando el lazo social se desvía por el costado del secreto y del misterio. El secreto es una verdad que no debe salir a la luz y el misterio una verdad que no puede ser descubierta porque nadie conoce ni puede conocer. Como en la Carta Robada de Poe, donde la carta, más que robada, es purloined, o sea “desviada”, la carta de la Reina, es “escondida” en un lugar totalmente visible. “Voy a Cracovia”, como es un secreto, digo que voy a Cracovia. Entonces miento porque es mi única verdad posible.
Dupin, el detective dandy de la historia de Poe sabe que su contrincante, el ministro, es de su misma calaña, o sea un poeta, como él un fingidor. Por tanto un amo y esclavo del lenguaje, un competidor a su altura.
Se puede esconder algo a la vista, a menos que un poeta capte el movimiento con el que el escondite se ha pensado.
Si el discurrir sobre la mentira nos lleva hacia alguna parte en tanto analistas no será por la vía de San Agustín quien cree que el pacto con la palabra es con Dios y no “entre los hombres”. Mentir es un pecado, es una falta hacia Dios y nada puede hacer excepción o disculparlo. La prohibición de mentir no figura entre los Diez Mandamientos y en función del lazo social las mentiras piadosas son bienvenidas y las verdades desnudas resultan obscenas.
No siempre decir la verdad es bueno y mentir es malo, y bien sabemos los esfuerzos que se hacen a veces para ahorrarle al otro un saber que no hará sino atormentarlo. Los analistas no ubicamos un valor universal, un imperativo Kantiano que hace feliz pareja con Agustín de Hipona.
El deber universal en relación a no mentir no deja muchas salidas al sujeto, quien en situación extrema podrá refugiarse en el imperativo o bien, como sostiene el psicoanálisis, enfrentarse a su propia división subjetiva. Ésta implica una decisión de una verdad que tal vez sea tan solo a posteriori y que sólo es para cada quien, un efecto de verdad que despierte al sujeto de su sueño, que lo conmueva del fantasma en el que se arma su propia novela, “su otra escena”, su ficción de goce sufriente. La posición es más bien nietzschiana, verdad y mentira adquieren un sentido extramoral, la moral no es el objeto del psicoanalista, en todo caso funciona como el obstáculo a su escucha.
Qué tendrá para decirnos Nietzsche:
“¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal”.
No hay más verdad que un acuerdo cuyo fundamento se ha olvidado, una verdad que tiene la estructura de una ficción, esa mentira que el arte entrega para que con ella hagamos la pregunta que interrogue el fundamento.