El psicoanálisis no puede prometer un goce no tóxico

Freud lo comprobó con la cocaína. Cuando la dejó y se interesó por los sueños el problema pudo ser analizado en otros términos –los del psicoanálisis que acababa de inventar- pero eso no solucionó los dificultades que encontraba para instaurar el reinado de su principio del placer. El sujeto que estaba construyendo no solo tenía la capacidad simbólica de la sublimación, tenía también un cuerpo que competía por los destinos de la pulsión con cualquier otro objeto.

La libido, la única sustancia propia de su criatura, que para colmo de males es mítica, no se sometía a ninguna ley de pacificación o de satisfacción plena. El cruce entre libido y objeto siempre deja un resto inasimilable, de insatisfacción, de falta, de promesa de una futura ganancia de placer. Esto explica que el recurso a otras sustancias que suplementen o suplanten la insuficiencia del ser humano para procurarse placer o para aliviar su dolor de existir es, como suele decirse, tan antiguo como el hombre mismo.

Una sustancia es tanto más peligrosa por su capacidad de volverse insustituible cuanto mayor es su potencia para disciplinar este cuerpo díscolo que nos ha tocado en suerte.

Toyos, N.M. “Marcar el paso. El cuerpo disciplinado de las adicciones”, Revista de Psicoanálisis, nro. 2/3, 2013

La marihuana es en este aspecto débil, lo que no implica que sea inocua. Allí están los cuadros psicóticos que puede provocar su abuso en individuos predispuestos, no siempre tan sencillos de manejar, ni tan sin consecuencias en el mediano plazo. Es por ese motivo que se trata de una sustancia que se presta al llamado “uso recreativo” con ciertos márgenes de seguridad, iguales e incluso superiores al alcohol.

Hecha esta sucinta presentación del consumidor y de la sustancia consumida, de la posibilidad de daño que no supera a la de otras sustancias consideradas legales, podemos hacer algunas consideraciones respecto de las normativas propuestas para regular su uso.

  1. Una ley que penaliza el consumo de marihuana y ofrece como sustituto de la pena un tratamiento médico y psicológico debe ser superada. Los que hemos trabajado en el sector público de la salud mental sabemos de las grandes dificultades para articular un dispositivo terapéutico en estas condiciones.
  2. La llamada “cultura cannábica” no puede tomarse como un existente sin más. Tiene mucho de reacción a la cooptación por parte de la biopolítica del espacio privado del sujeto. Se trata de una suerte de refugio cultural tan idealizado como cualquiera, tan artificioso como cualquiera y, de hecho, menos preocupante que muchos otros. El psicoanálisis ha demostrado que promover la ampliación del espacio de libertad del sujeto no es sin riesgo.
  3. Es por lo menos paradójico prohibir el hábito de consumir marihuana cuando se permitió el cambio de identidad de género y se habilitó la libertad de elección de la condición sexual.
  4. No parece una función del estado intervenir en los hábitos privados cuando no puede ofrecer soluciones a la función paterna y sus fallas estructurales. Es a todas luces evidente que esta función debe orientarse a garantizar el tratamiento de las adicciones y a la persecución del delito, en este caso el cínico usufructo de la vulnerabilidad humana que realiza el narcotráfico.
  5. Una orientación acerca de los lugares del bien y del mal pertenece al ámbito de la familia, así como la tramitación del inevitable cuestionamiento que harán los hijos de esta moral familiar. Las regulaciones sociales muestran también su inconsistencia, lo prueba la legalización de consumos potencialmente dañinos como el alcohol y el tabaco. La ciencia tampoco ha llegado a soluciones irreprochables: sus “drogas buenas”, paradigmáticamente los psicofármacos, también pueden ser sustancias de abuso.