Libertad para amar
Una donación inter/transgeneracional
En el plano intergeneracional, el deseo se instaura en un mal lugar, diría Oscar Masotta. ¿Qué quiere decir esto? Que el amor, a modo de deseo de vuelta a la completud, se originaría en un lugar imposible de reencontrar, de repetir, a no ser en una cierta ficción que involucre la necesidad de un otro y su reconocimiento como tal: encubridor de la falta.
La trillada frase de Lacan, “el amor es dar lo que no se tiene a quién no lo es”, podrá servir para resumir un poco esta situación, donde la mujer en doble vuelta (renuncia al objeto primario para volcarse a un/otro hombre) y el hombre deben ir a buscar afuera aquello que servirá a su ficción verdadera, para poner el sello de su autoría en una novela familiar propia, no exenta de deuda simbólica.
La falta promueve el movimiento del deseo, pero en este caso debe haber cierta renuncia a aquello que ya se perdió, a modo de duelo de las figuras parentales, para poder navegar en otras aguas. No es un dato menor, es bien clínico, la existencia de dificultades extremas que a veces se producencuando hay una idealización parental, que lleva a no poder concretar una relación de pareja –para tomar un ejemplo clásico– pese al anhelo pre-consciente.
Siguiendo esta línea, podría usarse en otro sentido la frase lacaniana, en el sentido que hay un primer amor parental que consiste en dar la libertad de elección parael amar a los hijos, lo que representa una renuncia narcisista, pero a la vez se trata de una donación que permite la aparición de la alteridad: el reconocimiento de los hijos como terceros, evitando el engolfamiento en una suerte de sentimiento oceánico indiferenciado donde la separación/diferenciación sería catastrófica.
Es cierto que pareciera haber un fin del temor reverencial, religioso, de obediencia debida al pater familiae, que las ataduras legales se van disolviendo para dar paso a una mayor posibilidad de realización de elecciones amorosas. Ya no habría un “deber ser” cierto tipo de pareja según lo establecido, pareciera haber una mayor libertad, o al menos, menos juzgamiento social por las elecciones. Cierto fin de la hipocresía, que no es total.
Pero sabemos que, si bien el inconsciente no tiene sujeción a la legalidad, puede sí llevar al sujeto, al partenaire, a la concreción de contratos inconscientes, de pactos, diríase, de pareja. Y es en este pacto inconsciente donde se ejecutan ciegas repeticiones que llevan a un malestar en la pareja, pero más aún, puede hacer perpetuar, por temor a la separación y castigo –no necesariamente de la pareja, sino inconsciente-, una relación mortífera.
Es aquí donde lo jurídico no entra, ya que se trata de elecciones, como una separación -por ejemplo-, que no pueden ser forzadas, salvo –y lamentablemente- cuando se llega a situaciones de violencia concreta, física y/o psíquica, descontando el aspecto económico. Pero el psicoanálisis puede ayudar al partenaire a desasirse de estos pactos inconscientes para hacer uso, esta vez sí, de las herramientas legales cuando sea necesario.
Estaríamos frente a dos tipos de contratos, en este entrecruzamiento psico-jurídico: uno dentro del encuadre jurídico-social, el otro, en el mundo psíquico. Y es cierto que lo legal habilita ciertas posibilidades, integra parte del espíritu epocal. Pero siempre habrá una suerte de línea asintótica entre lo jurídico y lo psíquico. Márgenes necesarios e imposibles de sellar.
La libertad de amar entonces remite a una renuncia a una completud, la que volvería a uno esclavo/amo de un objeto que representaría (o que sería, concretamente) la media naranja. Si hay renuncia hay espacio para el movimiento, dejando abierta la posibilidad de establecer un escenario donde desarrollar una propia novela familiar. Heredar, reconocer, hacer propio y elegir.
Dice el abogado Jorge Knoblovitz que prefiere el concepto de “amor democrático” frente al término diversidad, que preponderaría en la contemporaneidad con la habilitación de nuevos usos, costumbres y legalidades a modo de facilitadores. Pero más allá de los cambios sociales, bien cierto es que la búsqueda de cierto, particular y especial partenaire, sigue siendo una constante.
Y en este sentido, la elección provoca angustia, porque al elegir se dejan de lado muchas otras posibilidades, a modo de inmensas e imaginarias promesas/objetos que suturarían de una vez y para siempre esa sensación de incompletud y molesta terceridad. Ahora ya no existe un “deber ser”, ahora pareciera haber una amplísima posibilidad de elección. Podría pensarse que el “deber ser” marcaba un campo bien delimitado.
Pero la impronta que marca el tiempo de la red, paradójicamente, marcaría para algunos –no para todos- un nuevo “deber ser”: ser liviano, desasido, de poco ánimo para el compromiso, para el involucramiento profundo, para tener hijos.
A la vez, este mundo de preponderancias de las imágenes tiene un costo, económico además, porque hay un mercado y hay consumidores que pagan un precio por la satisfacción inmediata, si no en algo más vinculado a la pornografía, por lo menos en la oferta de sistemas que eligen la pareja ideal por uno, de acuerdo a parámetros “adecuados” que uno puede introduce en el formulario de búsqueda. Preponderando aquí, en definitiva, la satisfacción narcisista, alejada de la alteridad.
Pero, como dice Mirta Goldstein, hay otro capital, que tiene que ver con la posibilidad de un intercambio de dos anhelos, dos capitales que se juntan en una sociedad para un fin, donde cada uno en reciprocidad reconoce al otro como necesario, donde cada uno confía su ser –en falta- al otro, sabiendo que no será aprovechado para dañar.