Despertar (violento) de primavera
Alicia Killner, APA
La ley y el psicoanálisis guardan entre sí una relación que es, como mínimo,“a distancia”. No es que el psicoanálisis no articule en sus fueros propios la cuestión de la ley, litros de tinta circulan sobre el tópico cuando se menta la metáfora paterna o las paradojas del Superyó.
La ley que consagra el derecho no es la misma ley de la que el psicoanálisis se ocupa, que es la ley simbólica, la que designa, por ejemplo, las relaciones de parentesco. Quién es el padre, quién la esposa, quién el hijo, y por lo tanto hace que un niño, o quien sea, sea nominado como perteneciente a una estirpe y tome en ella un lugar. Es la misma ley que hace que todo niño deba ser adoptado, biológico o no, porque en cada caso una asignación le otorga un lugar que es requerido.
Sólo ocurre eso por efectos de la palabra. Un niño se denomina o no hijo de alguien. Y eso tiene, de seguro, sus consecuencias. Resumo: el “no matarás” bíblico, que es ley, pero al final en cierto modo se vuelve relativa, porque sí matarás en la guerra, sí en defensa propia, sí para evitar un mal mayor etc. no es homogénea con el efecto de decir: “eres mi hijo, te reconozco como tal, y en tanto hijo hay acciones que te están prohibidas y otras a las que quedas habilitado”.
Bien, eso es lo específicamente humano, la función simbólica que proviene de la palabra que se ejerce según las mismas leyes en todos los hombres, como decía Levy Strauss, pero agregamos nosotros no funcionan del mismo modo en cada sujeto, que tendrá con la palabra una relación y hará “con las palabras” algo que lo constituirá de un modo completamente singular.
El lenguaje presenta entonces la propiedad de determinar las formas del lazo social, las reglas del parentesco, la elección de esposo y esposa: en el parentesco hace falta poder nombrarse hijo, hija, padre, madre, tío, tía, nieta, nieto, etc.
El incesto es la confusión de los lugares que mezcla la nominación, es decir el desorden simbólico, el de la época de Freud, el de la época actual, aún más profundo, es lo que permite que el psicoanálisis haya encontrado el lugar fecundo para desarrollarse. Es lo que determina que esas series padre-hijo produzcan autoridad, palabra que en su etimología dice también de lo que se prohibe y también se autoriza.
Cuando ese desorden, que no permite ni habilita la salida al mundo del sujeto, el abandono de “la casa paterna” bajo el imperio de la ley simbólica, se generaliza, ocurre lo que a diario suele sorprendernos.
Las chicas se embarazan demasiado temprano, los jóvenes se drogan y emborrachan hasta matar o morir en el amanecer que marca el fin del ritual dionisíaco, donde todo vale, hasta que nada vale nada. Ver acercarse a un chico vestido con ropa deportiva y gorrita, o peor aún si son dos o tres, produce un escalofrío inevitable. Los docentes concurren en pánico a enfrentar a su clase, la patota femenina del colegio desfigura a una compañera “por linda” y todo es es más genuino y mucho más real si queda filmado y puede subirse a youtube.
Pero, en primer lugar, ¿es sobre los jóvenes que debemos apuntar la mirada o sobre aquello que, encarnando la figura de autoridad, ha caído de un modo casi catastrófico? ¿A quién debe interrogarse por los impasses de la adolescencia? Padres y maestros se declaran incompetentes, o directamente impotentes. Nadie sabe ni contesta pero vivimos al borde del estremecimiento. ¿Qué es lo que ha ocurrido?
“Los muchachos de antes”, dirá el tango, debe querer decir que siempre hubo muchachos de antes y jóvenes de ahora. Eso, se dirá, es porque los jóvenes parecen más expuestos que las demás generaciones a los virajes de época, de cada época. Los movimientos de vanguardias políticas, musicales, estéticas, y más recientemente la era digital parecen poder capturar a la juventud siempre de un modo privilegiado.
El deseo de lo nuevo se da en ese período especial de la vida en que sucede “el despertar de primavera”, con una serie de cambios en el propio cuerpo y en el aparato psíquico que se corresponde con el pasaje de la infancia hacia la adultez. No es casual que casi todas las culturas hayan instituído para ese momento “rituales de pasaje”, que pueden ser más o menos sangrientos, pero que, por algún motivo, vienen siendo olvidados en el siglo que nos toca vivir. ¿Qué marca ese pasaje, (con o sin ritual)?
Lo que pasará, pero no siempre se cumple, es que lo real del cuerpo por una parte, sea anudado con la modificación de la imagen que lo acompaña y que a eso se agregue la responsabilidad que implica asumir subjetivamente las consecuencias que los actos toman en lo real. Las a-sincronías inevitables en ese proceso de cambio y de reubicación en la escena del mundo no pueden sino ser perturbadoras.
Es sabido por los maestros que apenas las jóvenes púberes aparecen con el rostro maquillado, automáticamente abandonan el interés por estudiar, situación clásica que ejemplifica el modo en que la sexualidad toma la posta, marca el fin de la latencia y el comienzo de una época turbulenta.
El otrora cuerpo infantil, se torna un dispositivo peligroso que emite fluidos nada inofensivos. El coito es posible, el embarazo probable. El joven necesita de la curiosidad, de la experimentación que no puede prescindir de la transgresión de la norma impuesta por el adulto. Aún ignora que nadie, ningún mayor está claro, tiene el secreto de la sexualidad ni del goce aunque algunos parezcan ostentarlo. Los adolescentes se encuentran frente a una encrucijada: someterse al otro que les habla (a veces les habla demasiado) o ignorar todo discurso que provenga del mundo adulto y quedar por fuera del sistema de saber.
La sexualidad, surgimiento de la vida con Eros suele ser contemporánea de la aparición de las ideas sobre la muerte propia (diría que las ideas de la propia muerte marcan el inicio de esa era) y, también, la muerte del otro. Después de todo el renacer de la sexualidad en la pubertad replantea en el joven sujeto el mismo sin salida trágico que intentó resolver en su niñez. No hay conflicto que no tenga un punto de no salida, es la tragedia tal como la entendieron los griegos y de allí en más. Pero si la tragedia puede narrarse en palabras y no actuarse, lo que se da cuando la transmisión del ideal es medianamente lograda, puede que las pulsiones no se desaten.
El duelo por la infancia es el momento en que muchas veces los padres no muestran la tolerancia necesaria, después de todo es la infancia de los padres la que se juega en la infancia de los hijos.
La sexualidad puede estar no habilitada por los padres y cerrado el camino hacia ella o en exceso exacerbada. La medida justa es imposible, aunque reparemos en el exceso. Eso no impide que el joven se responsabilice por su cuerpo y por su sexo.
El desencuentro esencial es que la ley es un universal que atañe, como tal, a todos (todos son iguales frente a ella); en cambio el psicoanálisis no se ocupa de problemas generales sino de aquello que hace a lo más singular de cada sujeto.
No es fácil responder a las demandas que la sociedad se plantea sobre “el problema de los jóvenes”. Sin embargo, fieles a una antigua tradición que hace de nuestro saber una ignorancia docta somos mejores interrogando, o interrogando mejor, que intentando dar respuestas (tendemos a desconfiar de los expertos). Es en tren de formular las preguntas adecuadas que emprendimos la tarea de pensar y hacer pensar sobre aquello que a diario nos sorprende desde las imágenes de la red o la letra de los periódicos.