Verano del 42

Marcelo Toyos, APA

Fue el amor por “la causa del psicoanálisis” que encontró en Buenos Aires una atmósfera propicia, a buen resguardo del clima hostil que imperaba en Europa, conjugado con el espíritu rebelde de los seis pioneros, lo que decidió la fundación de APA el 15 de diciembre de 1942.

Esa misma atmósfera y ese mismo tiempo, pero en las playas de Massachusetts, son los que se recrean en “Verano del 42”, un film sin mayores relevancias artísticas aunque con una buena banda sonora que mereció un premio Oscar.

La película cuenta una historia que tuvo un alto impacto, a contramano de los merecimientos que le otorgó la crítica. Se trata de una historia de amor transgresor entre un adolescente y una mujer treintañera, casada con un militar que resulta muerto en la guerra europea en la que EEUU se había involucrado un año antes. Un “amor imposible”, como suele decirse sin prestar mayor atención a lo contradictorio de la expresión, surgido de esas profundidades del ser en las que buceamos los psicoanalistas, muñidos de la cartografía edípica que nos legara Freud.

Como se ve, en ambas historias se trata de un cruce entre causas y azares, amores y prohibiciones, dominios de lo imposible, del amor por lo imposible tan propio de la condición humana. Pero para que esta historia sea bien psicoanalítica no puede faltar la libra de carne que pagamos con nuestra persona propia.

Fue también una causa amorosa la que me llevó a la casona de Rodríguez Peña en la primavera alfonsinista que vivíamos en nuestro país. Otros tiempos para el mismo amor. Si continuamos en clave cinematográfica, ese escenario de mi vida respondía mejor a las coordenadas de “El Graduado”, película de origen también americano que se había estrenado unos cuatro años antes que la mencionada previamente. Una vez más, la historia de un “amor inconveniente” entre un joven recién egresado y una atractiva señora largamente mayor que él. Habían pasado unos 40 años desde su fundación en esa APA en la que pude ingresar buscando en el psicoanálisis razones válidas para un sentimiento de rebeldía y de cuestionamiento de aquello que el saber médico me proponía pensar sobre mi objeto agalmático: la sustancia mental.

El calendario me obliga a reparar en los 75 años que pasaron ya desde aquel verano del 42. Y en los 35 años que también pasaron desde que entré por primera vez a la casona de Rodríguez Peña, que resultó ser –como me permitió descubrir mi análisis– una réplica casi exacta de la casa de mis primos a los que me fascinaba visitar, tanto a mí como a mi hermano, cuando nuestros padres nos traían desde el lejano oeste donde vivíamos entonces. No hizo falta mucho tiempo para que supiera que la verdadera causa de ese amor por la casa de mis primos que estaba a pocas cuadras de Rodríguez Peña 1674 no eran ellos ni tampoco el increíble metegol en el que nos pasábamos las horas jugando con pasión. Era su hermana mayor, mi prima Amparo y sus trenzas.

Creo no equivocarme si pienso que siguen siendo esos objetos-trenzas, esos de los que habla Homero Expósito en la letra del tango homónimo o los que finalmente colocó Lacan en el centro de su nudo borromeo, los que siguen trayendo a la vieja casona de Rodríguez Peña a sus nuevos visitantes. Aunque todo tiene hoy menos intensidad. Y menos rebeldía. Estamos muy tomados por las urgencias de una época en la que se impone el rigor de un sistema antropófago sumamente perfeccionado.

El número 75 hace que levante mi mirada hacia el horizonte del siglo de vida que ya pronto cumplirá la APA. Soy optimista.

Estos 75 años no son poco pero tampoco mucho para encarar la tarea que se nos impone: renovar la apuesta del psicoanálisis, sostener su trasmisión, rechazar los cantos de sirena del discurso adaptativo, del goce idiota de lo efímero.

No me cuento entre los que rechazan los avances de la modernidad. Al contrario, hago uso de muchos de sus recursos y, a veces abuso, como con Spotify. Pero tampoco me cuento entre aquellos que en nombre de algún bien superior empujan hacia un psicoanálisis devenido en herramienta sofisticada de la alienación subjetiva. Para ello el mismo psicoanálisis es mi mejor antídoto.

Hago votos porque la casona de Rodríguez Peña siga siendo un gran laboratorio donde se trabaja para reinventar la fórmula de ese suero. En palabras de Rimbaud -que nos recuerda Alain Badiou en su último libro- el suero de “la verdadera vida”.